Abandoné mi corazón para aprenderte
en la furia visceral de las tempestades.
Bebí el vino amargo de la distancia
y vislumbré la nostalgia del ayer
en los campos infinitos del destierro.
La lejanía nos lleva hacia
esa lacerante entramada
de sinuosas veredas
que confluyen en un punto muerto
donde germinan las penas.
La indiferencia del tiempo perdido
se me clavó en el alma.
Recorrí los caminos del recuerdo,
anclado ya en la memoria
de los días mustios
como trigales entregados
a la devastación del temporal.
Seguí los surcos estériles de la tierra,
su herida ensangrentada, su gangrena,
la besana purulenta del dolor.
Te reconocí lejano y frío.
Tus ojos mortecinos y febriles.
Entonces supe que jamás
florecerá la rosa del amor
en el
jardín de los sueños.
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