SUEÑOS DE GRANDEZA
Entré en el chalet. La señora estaba sola. Se levantó y fue al baño. Lancé el secador conectado a la bañera. Se revolvió aterrada y se quedó inerte. Mi novia y yo habíamos pactado asesinarla para desvalijar la caja fuerte. Oí llegar nuestro coche. Era ella.
–¿Has hecho el trabajo? –preguntó.
–Sí –respondí.
Advertí que con ella venía el dueño de la casa. El hombre sacó un revólver y me disparó. Así acabaron mis sueños de grandeza.
(MICRORRELATO PUBLICADO EN EL LIBRO DE MICRORRELATOS "ÉRASE UNA VEZ...UN MICROCUENTO II" DE LA EDITORIAL DIVERSIDAD LITERARIA)
SER INVISIBLE
Todos los días laborales imparto clases. Soy
maestra.
Después de superar una
intervención quirúrgica, volví al colegio y entré en mi escuela. Esperaba que
mis alumnos me recibieran calurosamente. No fue así.
Comencé la clase, pero el alumnado no atendía.
Había mucho alboroto. Intenté poner orden. No lo conseguí. El jaleo continuaba.
Descubrí que nadie me veía. Era invisible. Decidí dedicarme a vigilar a los
demás. Fui a casa. Mis familiares estaban comiendo sin esperarme. Resolví
espiarlos. A los postres mi esposo dijo:
―Los funerales de mamá son mañana.
Entonces lo comprendí todo. Estaba
muerta. Por eso era invisible.
(MICRORRELATO SELECCIONADO EN EL II CERTAMEN DE INTERNACIONAL DE MICRORRELATOS DE MUNDO PALABRAS
Y PUBLICADO EN EL LIBRO "80 MICRORRELATOS MÁS")
EL PROTAGONISTA
Y
EL PROTAGONISTA
El anciano entró en la
sala. Era el primero que llegaba. Desenrolló la cuerda que llevaba en una
bolsa. La consideró útil para lo que estaba destinada.
Una joven vivaracha, con
deseos de repartir alegría entre los demás, penetró en la sala. Se acomodó cerca del anciano. Comenzó a
hablar mirándolo.—Esta película la he visto dos veces, pero me gusta tanto que voy a verla una vez más —dijo.
—Sí, es buena, pero el cine no es ya lo que era —replicó el anciano.
—La crisis está haciendo estragos. Pero no podemos dejar morir el cine. ¡Ah, su rostro me es conocido! ¡Usted es el protagonista de esta película!
El anciano sonrió complacido. La muchacha se levantó, lo besó y le devolvió la sonrisa. Se sentó a su lado y comenzaron a hablar de cine en toda su extensión. El anciano explicó a la joven las acciones más importantes del film.
Cuando acabó la proyección, salieron juntos comentando algunas escenas. La joven acompañó al anciano a la residencia. Él había olvidado en la sala la cuerda con la que tenía pensado colgarse al acabar el largometraje. La muchacha, con su alegría, consiguió que desistiera de su propósito.
(RELATO SELECCIONADO EN EL IV CERTAMEN DE MICRORRELATOS DE CINE
ARVIKIS-DRAGONFLY Y
EMBAJADORAS DE LA IGUALDAD
La tarde primaveral asomada al balcón de las montañas había iniciado su declive. El cálido sol de mayo se deslizaba dulcemente por el tobogán celeste anhelando rebasar el horizonte y besando las nubes con exquisita ternura para teñirlas de escarlata. El poniente era una hermosa hoguera que pintaba de rosa todas las ilusiones que se albergaban en mi pecho. Caminaba despacio con la mochila cargada a la espalda. Me encontraba muy cansada. Aquella había sido una larga jornada de clases, charlas y debates. Necesitaba sedimentar todas las ideas que bullían en mi interior. Era preciso reflexionar sobre aquel maremágnum de conceptos que se debatía en mi mente. Habíamos tenido unas jornadas sobre “Igualdad de Género y Participación Ciudadana”. El profesorado, para verificar que aquellas charlas habían sido fructíferas y nos habían calado dentro, había propuesto realizar unas elecciones libres entre alumnos y alumnas para elegir a nuestros representantes como delegados y delegadas de la Asamblea de Estudiantes. Daniel, el hijo del médico del pueblo, un chico algo pedante, había decidido presentarse. Era un líder indiscutible. Sabía ganarse a la gente. Tenía muchos partidarios en el colegio que iban a apoyarlo. Yo, una chica de doce años, lánguida como la luz del alba, tímida como una gacela e indecisa como una nube volandera, en ausencia de contrincantes, estaba pensando en la remota posibilidad de presentarme para competir con este consumado líder. Parecía una estupidez hacerlo. Sería como caminar hacia el fracaso. Pero, aquí estaba yo con mis vacilantes propósitos nadando en un mar de dudas.
Cuando pasé
cerca del parque, decidí sentarme en un banco para descansar y para meditar mi
decisión. En aquel apacible ámbito había niñas y niños pequeños que corrían y
gritaban felices como alegres gorriones que se han tirado del nido. De repente,
subida sobre un caballito de cartón, vi cabalgar a una niña que trotaba y
galopaba como si fuera a lomos de un corcel de espumas. Tal era su euforia que
atraía la atención de cuantos se hallaban presentes. Sin embargo, una señora
mayor, que parecía ser su abuela, corría tras de ella riñéndole con severidad.
-¡Ven, Rosita! Deja el caballito que
ése no es un juguete para niñas. Dáselo a su dueño.
Pero la
niña, jubilosa, hacía caso omiso de este mandato y corría cada vez más aprisa.
Cuando la señora consiguió dar alcance a la pequeña, le arrebató el preciado
juguete y, a cambio, le entregó una muñeca. La niña arrojó la muñeca al suelo
con una furia inédita y comenzó a llorar con gran desesperación. Mas la señora,
implacable, no cedió lo más mínimo. Yo no salía de mi asombro. Qué diferencia
entre lo que estábamos aprendiendo en las jornadas y lo que se veía en la
calle. Pensé que debía hacer algo para corregir semejante conducta. Pero no
resultaba fácil conectar con una persona a la que yo no conocía. No obstante,
decidí intervenir. Como la niña
continuaba llorando me acerqué para consolarla. Comencé a jugar con ella y
enseguida cesó el llanto. La risa y la alegría volvieron a iluminar su rostro.
Agradecida, la abuela vino hasta mí para darme las gracias. De este modo pude
entablar conversación con ella. Se interesó por mi identidad y por mi
ascendencia. Le dije quien era. Quedó perpleja. Resultaba que yo era la nieta
de una de sus mejores amigas, ya difunta. Me besó afectuosamente y me contó
algunas anécdotas en las que aparecían mi abuela y ella. Celebré sus relatos
con amplias sonrisas. Entonces, yo aproveché tan súbita amistad para hablar del
tema que me concernía cuya pedagogía, como fructífera semilla de esperanza,
había fecundado en mi pecho.
Amablemente, sin ningún ánimo de reprenderla, le dije que si su nieta disfrutaba con aquel juguete, no había razón para quitárselo. Que eso de los roles masculino y femenino, no es más que un recurso de la sociedad machista para discriminar a las mujeres y, en el caso de los juguetes, para marginar a las niñas. Entonces vi cómo la señora se entristecía. Su día soleado se había transformado en otro gris y nublado. Entre sollozos me contó que ella había sido víctima de esa odiosa sociedad que corta las alas a las mujeres para que no puedan sobrevolar esos hermosos cielos llenos de libertad y las ata con cadenas de esclavitud. Ella jamás había podido dirigir el timón de su barco. Los varones de su familia habían conducido sus pasos. Habían anulado su voluntad. Por el hecho de ser mujer, su padre no le había permitido asistir al colegio. Lo que le había impedido aprender a leer y a escribir. Cuando sus hermanos varones se marchaban a la escuela, ella se quedaba llorando en el escalón de su casa sintiéndose un ser extraño y desgraciado. Alguien que nunca podría desvelar los secretos que le ofrecía la vida, puesto que no la dejaban salir para aprender.
Luego, la casaron con aquel hombre que cada noche se marchaba a la taberna declinando en ella el cuidado de sus hijos. Éstos jamás supusieron una carga pero, le impedían realizar actividades que ella deseaba. Ahora que se habían casado todos y que se había quedado viuda, era cuando poseía libertad. Pero a estas alturas ¿para qué la quería?
Entonces yo, deseosa de ayudarle para que aprovechara este tiempo de libertad, le aconsejé que debía vivir en plenitud y ser dueña de todos sus actos, salir, viajar y conocer el mundo ahora que nadie se lo impedía. Ella comenzó a reír con una risa tan clara como el agua de la lluvia y me respondió que iba a vivir como siempre le había gustado.
El ocaso, emulando una grisácea nube, comenzó a oscurecer el espacio. Cuando llegué a casa, encontré a papá cómodamente sentado en su sillón leyendo el periódico y a mamá afanándose por concluir la cena. Aquella escena desigual me llenó de indignación. Quise reprender a mi padre, pero tragándome mi enojo, dije:
–Papá, tenemos que repartir las tareas domésticas. No es justo que mamá lo haga todo.
–De acuerdo –respondió levantándose del sillón–. Me he dejado llevar por la pereza.
–Estás actuando convenientemente. Si todas las mujeres nos concienciáramos de la relevancia de las relaciones igualitarias entre sexos, del reparto justo del poder y de todas las tareas, mejoraríamos el mundo, dominado por la ideología machista. Las mujeres debemos ser embajadoras de la igualdad. Si no somos nosotras, ¿quién va a serlo?
Otra vez aquella hermosa frase. Parecía que la tutora y mi madre se habían puesto de acuerdo, y, sin embargo, sabía que no se habían visto desde hacía algún tiempo. Sería empatía. Acuerdos tácitos. Cuando le dije a la “seño” que estaba dudosa sobre el hecho de presentarme a las elecciones del colegio, me animó mucho.
–Chicas convencidas como tú es lo que
se necesita. Búscate apoyos y verás como
los encuentras.
Enseguida encontré seguidores. Aquella misma tarde nos reunimos para nombrar
responsables. Cuando Daniel
conoció mi iniciativa, alardeó de su triunfo y pronosticó para mí una
vergonzante derrota.–Una chica para delegada. ¡Bah! Que nos dejen a los chicos gobernar el mundo. Ellas no valen para eso.
Mi grupo y yo, sin hacer caso de semejante presunción, nos dedicamos a confeccionar los programas que debían estar concluidos antes de las elecciones para que pudieran ser conocidos por todos. Era muy hermoso trabajar por el la igualdad entre el alumnado. La población infantil y juvenil tenía muchas iniciativas que era preciso canalizar. El día de las elecciones había llegado. Ante las perspectivas de Daniel que pronosticaba para ellos el triunfo, yo me sentía algo cohibida, pero no lo manifestaba al exterior. Procuraba mostrarme alegre, jovial y confiada para transmitir seguridad a mis seguidores y a quienes aún no tenían decidido a quién elegir. Cuando comenzó el recuento de votos creció mi inquietud. No obstante, las cosas no resultaron como Daniel había augurado. La balanza estaba muy equilibrada. Al final, por un margen pequeño, ganó mi grupo. Daniel estaba indignado. Sin embargo, hubo de resignarse. Todos tenemos que saber ganar y perder. Éste es el juego de la democracia y de las relaciones igualitarias.
Para ratificar nuestra victoria, el día de la fiesta de fin de curso debíamos exponer nuestro programa ante toda la concurrencia. Habíamos invitado a todos los miembros de la comunidad educativa. Comencé dando las gracias a todos por su asistencia. Luego agradecí al alumnado el habernos elegido. Después dije:
–Nuestro grupo apoya la igualdad entre chicos y chicas. Todos y todas tendrán los mismos derechos y los mismos deberes. Para las elecciones a delegados de curso, se fomentará la participación femenina. Si el delegado es un chico, la subdelegada será chica y a la inversa. Los vocales se elegirán también en aras a la paridad. En cuanto a la dirección y organización de la biblioteca escolar, de la representación en el Consejo Escolar del Centro o de cualquier puesto de responsabilidad que el colegio oferte, podrán optar los miembros de ambos sexos. Hombres y mujeres somos ciudadanos del mundo. El poder y los cargos de responsabilidad han de repartirse entre todos. La mujer que esté bien preparada puede desempeñar cualquier puesto al que concurra del mismo modo que el varón.
Por último añadí: –Las mujeres y las chicas tenemos que ser embajadoras de la igualdad.
Una lluvia de aplausos, inundó el local. La luz, caló en muchos corazones para hacerles comprender la necesidad de luchar a favor de la igualdad entre hombres y mujeres y, en definitiva, entre todos los seres humanos.
Este relato resultó premiado en el VIII Concurso de Relatos de Mujer SEBA PALACIOS convocado por el Excmo. Ayto. de La Guardia de Jaén. Marzo de 2013.
EL VUELO DE LA PALOMA
El carro se había atascado en un lodazal. El viejo mulo resoplaba
fatigado. Realizaba ímprobos esfuerzos por seguir adelante, pero, con aquel
ingente peso que arrastraba, le resultaba imposible. El decrépito arriero lo
fustigaba con furia y lanzaba por su boca imprecaciones y denuestos. Luego,
comprobando el cansancio y la impotencia del animal, desistió de volver a
flagelarlo con la cimbreante vara que asía en su mano. Pidió ayuda a la gente
de a pie. Situados en la parte trasera del carro y en los laterales, todos
comenzaron a empujar mientras el arriero palmeaba las ancas del desfallecido
animal en un intento de animarlo a reanudar la marcha.
—Si no llevaran tantos cachivaches
en el carro, sería mucho más fácil salir de los barrizales —rezongaba entre dientes
el arriero.
Entre los cachivaches, como los
había denominado aquel pobre hombre que vagaba hundido en la ignorancia, se
encontraban: enciclopedias y diccionarios, libros de varias disciplinas así
como de relato, novela y poesía, instrumental docente para facilitar el
aprendizaje a los alumnos y copias de cuadros famosos, de Velázquez, de
Murillo, de Goya etc. para dar a conocer las obras de arte a los habitantes del
país. También iba el equipaje del profesorado y del personal auxiliar porque
todos ellos se disponían a pasar una larga temporada lejos de casa.
Una vez superado el lodazal, el
carro rodaba ligero camino adelante. Al rebasar una curva, el pueblo serrano al
que se dirigían apareció ante sus ojos. Los jóvenes que formaban aquella grata
misión, acompañados de sencillos instrumentos musicales, comenzaron a cantar.
El aire fresco de la tarde primaveral se endulzaba con los alegres cánticos que
entonaban. El eco de sus melodías, impelido por el viento, se expandía,
jubiloso, llamando a las puertas de las casas para animar a sus moradores a abrir sus corazones al saber y a la cultura.
La tarde había comenzado a declinar. El sol era ya tan sólo una mancha
azafranada que estaba a punto de ocultarse tras la sinuosa línea que perfilaba
el horizonte. Un grupo de chiquillos expectantes, con rostro alegre y
abigarrado y mísero atuendo, salió a recibirlos. Sus vivarachos ojos, como
luceros sorprendidos, alucinaban contemplando la inusitada caravana. Una joven,
risueña, les ofreció caramelos y chicles que los pequeños engullían con una
fruición inédita, como si jamás hubieran degustado una golosina.
La comitiva, engrosada con la
población infantil, se dirigió hacia la plaza del pueblo donde fue recibida por
las autoridades y por un nutrido grupo de gente entre el que destacaba la
juventud de ambos sexos. Después de repartir octavillas con las actividades
que, a partir de aquel día, se iban a realizar en la localidad, recorrieron las
principales calles del pueblo para hacer patente su presencia a todos los
habitantes.
Al día siguiente comenzaría su labor
pedagógica. Habría clases, exposiciones, conferencias, charlas, debates,
lecturas dirigidas, recitales poéticos, teatro y sesiones de cine. Aquellas
misiones pretendían hacer llegar la cultura y el saber a todos los lugares. La
gente joven era su cometido primordial. No obstante, no habría restricciones
por razón de edad, sexo o nivel social. Las puertas y el corazón de aquellos
jóvenes profesores se abrían para todos los habitantes del pueblo.
Corría la primavera de 1932. El
Gobierno de la II República Española, conocedor del gran retraso cultural en
que yacían sepultados los pueblos de España, decidió enviar misiones
pedagógicas a todos los rincones del país con el objetivo de sacar de la
ignorancia y de la incuria a jóvenes y adultos, porque, una vez superada la
etapa escolar, carecían de cualquier posibilidad de continuar con su formación
que, por otra parte, era muy baja.
Desde aquel día, la vida de las
gentes de aquel pueblo tenía nuevos alicientes. Los adultos visitaban las
exposiciones, asistían a las conferencias, al teatro y al cine, mientras que
los jóvenes, sin desdeñar dichas actividades, optaron por las clases, las
charlas participativas, los debates y los recitales poéticos. Transcurridos algunos
meses, la mentalidad de aquellas gentes fue cambiando. La cultura y el saber
comenzaron a anidar en sus corazones y a dar su fruto.
Esperanza, una joven del pueblo,
delicada y frágil como una paloma, se afanaba ayudando a su madre en las tareas
domésticas para que, una vez finalizadas, la dejara asistir a aquellas clases
que llenaban su alma de gozo. Luisa, la madre, jamás había visto a su hija tan
entusiasmada y tan interesada por alguna actividad.
—Esperanza, ¿no crees que te estás
tomando demasiado interés por esas clases? Tú lo que deberías estar haciendo es
bordando el ajuar.
—¡Madre, las clases me encantan!
Estamos aprendiendo tantas cosas... Historia, Geografía, Sociología,
Matemáticas, Lengua... Ya sé escribir una carta y leer y comprender un texto...
Y pensar, madre, reflexionar sobre los acontecimientos que ocurren a nuestro
alrededor para que nadie nos manipule, para poder vivir en libertad... El ajuar
puede esperar...
—¡Ay, hija, qué cosas dices! Las
mujeres no tenemos que aprender tanto. Con saber llevar la casa, atender al
marido y criar a los hijos, nos basta. Y el ajuar no puede esperar. Tu padre ya
te ha buscado un esposo. No tardarás en casarte.
—Yo no quiero casarme con un hombre
al que no conozco. Quiero casarme por amor.
—No digas eso, hija, y procura que
no te oiga tu padre. Podríamos tener problemas. Y, por cierto, ¿qué es eso del
amor? Las mujeres no podemos elegir. Tenemos que casarnos con quien elija el
padre. Con el tiempo, del roce diario, va naciendo el cariño.
—Sí, el cariño y en algunas
ocasiones el odio... ¿qué puede usted contar de un hombre que no la valora como
persona, que no tiene en cuenta su opinión, que le obliga a hacer las cosas
como él quiere y, en definitiva, que la maltrata? ¿Qué ha conseguido usted con
casarse, madre? Quizá estabilidad económica, prestigio social, pero no
felicidad. No ha encontrado el apoyo moral y el amor que todas buscamos en el
hombre.
Las palabras de Esperanza lograron
penetrar en el corazón de la madre que rebuscaba en su interior y sólo hallaba
soledad y vacío. Entonces la pena desbordó su alma y las lágrimas inundaron sus
ojos. Con un susurro entrecortado por los suspiros y por el llanto tácito,
consiguió musitar:
—Quizá tu padre no me haya dado lo
que yo esperaba porque es un poco bruto, pero no es malo, es sólo un hombre
como tantos otros. Luego llegaste tú y llenaste toda mi vida. ¿Qué quiero más?
Lo que no entiendo es cómo hablas de ese modo, cómo puedes haber cambiado tanto
desde que asistes a esas clases.
—Madre, me están abriendo los ojos
al mundo. María, una de las profesoras de la misión, nos ha dicho que las
mujeres tenemos los mismos derechos que el varón, por eso no debemos someternos
a él. Hemos de decidir por nosotras mismas en todo lo que nos concierna.
También nos ha dicho que las mujeres ya podemos elegir a nuestros
representantes políticos. Una mujer muy valiente, llamada Clara Campoamor,
debatiendo y luchando en el Parlamento contra viento y marea, ha conseguido el
sufragio universal, el voto femenino. Es estupendo, madre, cuando sea mayor
podré votar en las elecciones. Usted ya puede hacerlo.
—Yo tendré que votar lo que diga tu
padre que es quien entiende de política. Yo no sé nada.
—¿Lo ve, madre? No está preparada.
Las mujeres no podemos quedarnos de brazos cruzados. Tenemos que preocuparnos
por aprender. Véngase esta tarde a clase conmigo. Ya verá qué profesores tan
competentes. Nos animan a aprender y a no desfallecer nunca en ese intento.
—Yo no puedo acompañarte, hija. Tu
padre no querrá. ¡Calla, parece que llega! Si supiera lo que estás aprendiendo
en las clases, no te dejaría volver.
La presencia del padre, con su voz
ronca como el trueno, sus ademanes despóticos y sus aires de prepotencia, llenó
la casa de sordidez y de fobia.
—¡Luisa! —gritó como un desaforado—.
¿Es que no me has oído?
—Sí, ya venía —susurró la mujer con
el alma embebida.
—Y la niña, ¿dónde está? —demandó
con gesto esquivo.
—Está en el salón, bordando el
ajuar.
—Eso es lo que tiene que hacer. Ya
no irá más a esas dichosas clases donde dicen que les llenan la cabeza de
pájaros y les enseñan cosas que no necesitan para nada. Las mujeres sólo tienen
que aprender a ser buenas amas de casa. Lo demás son pamplinas. Dentro de una
semana va a venir el pretendiente para conocerla. El ajuar tiene que estar
terminado enseguida. La boda se celebrará pronto.
Cuando Esperanza escuchó las
palabras que había proferido su padre, se estremeció. Algo comenzó a
resquebrajarse en su interior. Sin embargo, ella, sin demasiado éxito,
procuraba recomponerlo con el ímpetu que dimanaba de su juventud. Luego, un
grito de rebeldía brotó de su corazón, no obstante, se sintió obligada a
sofocarlo en su garganta para evitar que emergiera al exterior y le ocasionara
más problemas de los que ya tenía, pero lo gestó en su pecho y lo amamantó en
su alma, hecho que le ayudó a obviar sus desazones.
—Iré a clase por encima de todo. Me
da igual lo que opine mi padre —pensó.
Entonces recogió la labor, tomó sus
libros y se dispuso a salir de casa. Su madre, que la había visto, corrió tras
de ella.
—Hija, ¿no has oído lo que ha dicho
tu padre?
—Sí, madre, lo he oído todo, pero
necesito asistir a clase. Me moriría si tuviera que faltar.
Después, observando el desasosiego
que padecía su madre, añadió:
—Si mi padre pregunta por mí, dígale
que estoy con Amalia, mi amiga de toda la vida, o invente cualquier excusa para
justificar mi ausencia.
—Si descubre que lo engañamos, no sé
lo que va a ocurrir.
—No lo descubrirá. No se preocupe.
Esperanza dio un beso a su madre y
se alejó por la calle tan feliz como una ráfaga de color rojo en busca del arco
iris para dibujarse en un cielo transparente con toda la plenitud de su
esencia.
Aquella noche, cuando Esperanza
regresó a casa, encontró a su madre triste y acongojada. Sus ojos estaban
enrojecidos por el llanto, licuados por las lágrimas retenidas y su pecho,
atenazado por la pena. Las mejillas le ardían. Lo notó cuando rozó su rostro
con sus carnosos labios para besarla. Tal vez, aquel marido prepotente y cruel
la había abofeteado por causa de su ausencia. Ella, que se dedicaba a encubrir
a su hija, en la mayoría de las ocasiones salía malparada. No pudieron
intercambiar palabra alguna porque, de súbito, apareció el padre bramando como
una fiera embravecida. Miró a Esperanza con un furor inédito y, asiéndola por
un brazo, la zarandeó con la rabia de un vendaval. Luego vociferó con la fuerza
de un trueno:
—¡No volverás más a esas clases!
Desde mañana, todas las tardes, antes del anochecer, te encerraré en tu
dormitorio. Allí estarás hasta que amanezca. Yo mismo me encargaré de
vigilarte. No me fío de tu madre. Te ha malcriado, de ahí tus rebeldías y tus
desobediencias.
Sus palabras actuaron sobre sí mismo
como un narcótico. Fue como saborear el triunfo de su tiranía. Más sosegado ya
por causa de su discurso, añadió:
—Dentro de una semana viene tu
pretendiente a conocerte. Espero que seas amable con él, se lo merece. Ese
mismo día fijaremos la fecha de la boda. Deberías sentirte orgullosa con este
enlace que va a emparentarnos con gente adinerada e importante.
Esperanza, que temblaba como una
víctima inocente en manos de su verdugo, no osó pronunciar palabra. Tan sólo
asintió con un liviano movimiento de cabeza mientras se tragaba su orgullo de
mujer humillada que detestaba mostrar su aflicción en presencia del tirano.
Mas, cuando se encontró a solas en su cuarto, dio rienda suelta a la pena.
Entonces, las lágrimas rodaron por sus mejillas como gotas de tristeza que
brotaban de su alma para ir a acrecentar los sombríos caudales del dolor y de
la amargura de todas las mujeres subyugadas por el varón.
Recluida en su jaula, la paloma
estaba totalmente imposibilitada para levantar el vuelo. Los días de su soledad transcurrían lentos y
tristes, marcados por el sello cruel de la melancolía y del aislamiento. A
menudo, buceaba en el lago visceral de sus deseos insatisfechos. Anhelaba con
todas las fuerzas de su alma asistir a clase para entrevistarse con aquellos
docentes que le habían abierto los ojos a la vida y le habían ayudado a mirar
el futuro con ansias de libertad y deseos de superación. Le habían enseñado a
cuestionar los sucesos y a descubrir sus causas ocultas, a valorar las cosas en
su justa medida y a sacar conclusiones. Había aprendido a reflexionar sobre el
orden establecido en el mundo y a entender que sólo beneficiaba al varón y a
las clases adineradas. A partir de estos aprendizajes, ya no podía permanecer
impasible ante las injusticias, tenía que rebelarse contra ellas. No obstante,
en esta ocasión, de poco le había valido su rebeldía. Tuvo que ocultarla en lo
más profundo de su ser para no salir aún más perjudicada. Hubo de aceptar la
decisión de su padre de permanecer recluida en casa y mostrarse sumisa para
evitar su cólera.
Los diálogos que en otras ocasiones
mantuviera con su madre, ya no tenían lugar. La pena se había apoderado de su
alma y le impedía comunicarse con los demás, incluso con su progenitora que
siempre había sido para ella un bálsamo que curaba sus heridas, que, hasta
entonces, parecían haber sido superficiales. Sin embargo, ésta era de una
profundidad tal que tan sólo podía curarse con alguna medida drástica. Por esta
causa, prefería permanecer taciturna y reflexiva para ver si de este modo
encontraba alguna solución para librarse de la reclusión.
Uno de aquellos días tristes en los que Esperanza yacía hundida en la
túrbida marea de sus penas, recibió una inesperada visita. Era Amalia, amiga
desde la infancia y últimamente compañera en las clases que se impartían en las
misiones pedagógicas. Encerradas en el dormitorio, ambas charlaron durante un
buen espacio de tiempo.
Aquella inusitada visita y la
conversación mantenida parecieron encender una chispa de entusiasmo en las
pupilas de Esperanza. El resto del día, se mostró más comunicativa con su madre
e incluso le dedicó alguna sonrisa. Luisa celebró interiormente el cambio de
actitud de su hija. Por la noche, cuando el padre acudió a su alcoba para
encerrarla con llave, aunque no intercambió palabra alguna con ella, la
encontró más animada que las noches anteriores. Complacido, pensó que aquella
actitud era el inicio de la rendición de Esperanza para acatar sus órdenes con
buen talante. Se lo comentó a su esposa, la cual ratificó su observación, pero
evitó mencionar la visita de Amalia para eludir problemas.
Al día siguiente, antes de que la
primigenia luz del alba besara el alfeizar de su ventana, Luisa se levantó.
Después de prepararle el desayuno a su esposo y despedirlo como cualquier otro
día, se dirigió al aposento de Esperanza para despertarla y librarla de la
reclusión porque las faenas de la casa aguardaban. Aquella tarde esperaban la
visita del pretendiente de la joven y de su familia y había muchas tareas que
realizar para agasajar a los invitados, como era costumbre.
La estancia se encontraba envuelta
en la penumbra. El perfume de Esperanza vagaba en suspensión en el ambiente
como una nube en el aire. La joven aún no se había despertado. La frágil huella
de su cuerpo entregado al descanso, se perfilaba liviana bajo las sábanas. Mas,
cuando la madre se acercó para palpar tan delicadas formas, advirtió el fiasco.
No era el cuerpo de Esperanza el que reposaba en el lecho, era la almohada. De
súbito, Luisa corrió hacia el balcón y lo encontró abierto. Luego halló una
cuerda anudada a los barrotes. Entonces lo comprendió todo. Esperanza había
escapado aquella noche. De ahí su cambio de actitud. Todo había sido preparado
con gran minucia y cautela. Amalia había sido el enlace entre su hija y quienes
le habían preparado la fuga. Derramando lágrimas de amargura, se dejó caer en
el lecho. Entre las sábanas blancas encontró un papel doblado. Era una carta
que supuestamente había escrito Esperanza. Aquellos grafos resultaban para ella
ininteligibles. Eran un jeroglífico imposible de descifrar porque no sabía
leer. Con un sentimiento bipolar de desencanto y de fe, se secó las lágrimas y,
con la inquietud a flor de piel, corrió hacia el lugar donde su hija había
recibido las clases para que alguien le desvelara el mensaje de tan importante
misiva. Una mujer joven, de aspecto sereno y mirada dulce que dijo llamarse
María y que tenía en gran estima a Esperanza, procedió a dar lectura a la
carta:
Querida madre:
No he podido resignarme a aceptar el
camino que mi padre, sin contar con mi opinión, había trazado para mí. No puedo
unir mi vida a un hombre al que apenas conozco y al que no amo. Sería
desgraciada el resto de mi vida.
He aprendido que las mujeres también
podemos elegir nuestro camino, que podemos decidir por nosotras mismas, que el
rol de la mujer no puede consistir única y exclusivamente en realizar las
tareas domésticas, atender al esposo y criar a los hijos. Si ella se prepara
convenientemente para desempeñar un cargo relevante, puede ser tan competente
como el varón.
Hoy se han abierto las puertas de la
libertad para mí. Voy a estudiar y a prepararme para
ser
útil al mundo. Tal vez me haga maestra, me gusta la docencia. Tengo amigos y
amigas que van a ayudarme. Tendré que trabajar duro, pero no me importa. Algún
día regresaré para abrazaros y contaros todos mis progresos. No sufra usted,
madre. Voy a ser muy feliz trabajando, estudiando y haciendo lo que me gusta.
Sé que usted lo comprenderá. Le agradezco el apoyo que siempre me ha prestado.
El que no sé si lo va a entender, es padre. Explíquele mis intenciones. Quizá
algún día comprenda que estaba equivocado. Que no se puede coaccionar a los
hijos, que hay que dejarlos que decidan por ellos mismos para que puedan
recorrer con alegría las veredas que conducen a la libertad.
Un abrazo. Esperanza.
Las lágrimas rodaban por las
mejillas de la madre como gotas de rocío que van a regar las flores de la
ilusión. Su corazón, a pesar de la inesperada ausencia de su hija, saltaba
jubiloso dentro de su pecho porque sabía que la paloma había iniciado el vuelo,
que había roto las cadenas de la esclavitud femenina para sobrevolar, a lomos
del viento, los apacibles cielos de la libertad.
RELATO QUE HA OBTENIDO EL PRIMER PREMIO EX- AEQUO EN EL V PREMIO DE NARRATIVA CORTA CAROLINA PLANELLS DE PAIPORTA (VALENCIA) MARZO DE 2013.
La portada del libro donde está publicado este relato puedes verlo en Antologías de Narrativa.
Que bonitos relatos! Enhorabuena!
ResponderEliminarGracias Mariángeles por los buenos ojos con que me miras y el buen corazón con que me lees.
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