Te descubrí primero en las olas suaves,
musicales, serenas, que invadían la arena,
con sus crestas de plata.
Toda el agua del mar se mecía en tu pecho,
ahuecando la espuma al socaire del viento,
para no ser jamás soledad ni quebranto,
fieros labios de sal con sus dientes de
escarcha.
Te descubrí después
en las rosas aladas
que pueblan el jardín al filo de la tarde,
brotando en sus corolas.
Entonces encontré semilla de tu esencia
expandida en el éter, en la faz de la tierra
y pensé quedamente, que tu sombra se extiende
por el aire de luz que cubre el universo.
Te descubrí al final
en esa mariposa
grácil y liviana que va sobrevolando
las flores de los parques.
Y luego me sentí feliz por tanto hallazgo,
colmada de ilusiones, surcando dulces aguas.
Y aquel espejo plácido me trajo tu presencia
poderosa y sencilla, estrellada y divina.
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