Aquella tarde, mientras el sol con sus rayos centelleantes se deslizaba despacio por su tobogán celeste, mis tres hermanos y yo jugábamos en el patín de la casa. Esperábamos impacientes la llegada de mi madre. Nuestros estómagos vacíos la llamaban a voces. Su presencia era la satisfacción de nuestros deseos y el premio de nuestra anhelada espera.
Mi padre dormía la siesta de la embriaguez,
mientras sudaba el vino amargo de nuestros pesares. Como siempre, había llegado
a casa ebrio, empapado en alcohol. Todos los días, al punto de rayar el alba, salía
de casa y se dirigía al mercado de abastos del pueblo. Le ayudaba al pescadero
a trasladar las cajas de pescado del camión al puesto de venta y a recoger los
desperdicios. A cambio el pescadero le daba unas monedas. Él se apresuraba en
gastarlas en la taberna, bebiendo el vino cruel de la injusticia a violentos
sorbos, como si quisiera así acallar su mala conciencia.
Vivía su miserable
vida al margen de la nuestra y nos dejaba pasar necesidades. Por este motivo,
mis hermanos y yo no esperábamos nada bueno de él. Teníamos miedo a sus
borracheras y pánico a su presencia.
De nuestra
madre esperábamos el consuelo a todas las penas. Cada tarde, cuando el ocaso
comenzaba a extender su manto de opacidad, después de una dura jornada de
quehaceres domésticos en casa de los señores, regresaba cansada. No obstante,
en el fondo de aquel cansancio crónico, se vislumbraba una gran dosis de amor
para regalar a sus hijos. Mis hermanos y yo corríamos a registrar sus bolsillos
porque en ellos se hallaba el maná de nuestros anhelos. Siempre encontrábamos algo
que llevarnos a la boca, un casco de naranja, un trozo de manzana, una nuez,
una almendra, una corteza de queso... o cualquier pequeño manjar hurtado de la
casa de la abundancia. Luego nos hacía la cena que, aunque pobre y escasa,
saciaba nuestras necesidades y nos sabía a gloria. El sueño en el mísero jergón
con el estómago lleno, resultaba más confortable.
Aquel atardecer, cuando atisbamos la silueta de mi madre en
el fondo de la calle, corrimos hacia ella. Nos recibió con un beso y una
sonrisa, pero se negó a que le registráramos los bolsillos. Detestaba que las
gentes conocieran las necesidades que pasábamos. En casa nos mostró lo poco que
traía: unos trozos de galleta y unas cortezas de pan. No había podido conseguir
nada más. Sin embargo, traía una buena noticia. Al día siguiente yo debía
acompañarla. La señora quería que yo pasara a formar parte de la servidumbre.
Mi madre dijo que sería una boca menos que llenar y además podría traer algo a
casa. No tuve que responder, mi madre ya lo había hecho por mí. Yo sólo tenía
trece años y unas ganas enormes de ser útil a mi familia. No obstante, sentía
miedo porque ignoraba cuál era mi cometido y si sería capaz de responder a las
expectativas que se habían puesto en mí.
Aquella noche no logré conciliar el sueño. La zozobra me
impedía dormir. Al amanecer me llamó mi madre. No había descansado bien, pero
me levanté enseguida. Me lavé y me vestí con la inquietud de quien tiene que
enfrentarse a su primera jornada de trabajo. Media hora después, estábamos en
la casa de los señores. Mi madre debía preparar el desayuno y yo tenía que
ayudarle. A media mañana hizo acto de presencia la señora y dijo a mi madre que
continuara instruyéndome en las labores domésticas que yo prometía. Me sentí
halagada por tan inusitados elogios. Así, fueron transcurriendo los días. Mi
madre practicaba la docencia conmigo y yo me esforzaba por ser una discípula
aventajada.
Llegado el verano, el hijo de los señores que estudiaba
fuera regresó. Debía de ser unos años mayor que yo. Desde el primer día que me
vio, comenzó a mirarme con ojos empalagosos. Yo eludía su presencia, pero
intuía que él me buscaba. Sus manos se escapaban y hacían blanco en mi cuerpo cuando
me cruzaba con él. Me resultaba violento contárselo a mi madre. Mi estancia en
aquella casa comenzó a ser un calvario, que yo soportaba en silencio. Un día
cuando me hallaba a solas limpiando su dormitorio, se introdujo en la alcoba y
cerró con llave. Yo intenté escapar, pero me cerró el paso. Quise gritar, pero
me tapó la boca. Entonces me rodeó con sus brazos y sin dejar de piropearme y
de prometerme maravillas y prebendas, me llevó al lecho y se abalanzó sobre mí.
Yo me agitaba bajo su cuerpo con desesperación. Gemía aterrada. Cuando comenzó
a arrancarme la ropa me revestí de entereza y, en un descuido, le propiné una
patada en el estómago. Cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza con un mueble. Yo
aproveché ese momento para correr a la puerta y aporracearla con fuerza
pidiendo ayuda. Mi madre, que no andaba lejos, acudió a socorrerme.
Cuando
me vio en tan deprimente estado, lo entendió todo sin necesidad de
explicaciones.
- ¡Dios mío! -susurró- ¿Cómo he estado tan ciega?
Luego miró al señorito con desprecio y enojo y le gritó:
- ¡Como vuelvas a tocar a mi hija te vas a enterar!
Después
me llevó ante la señora, la cual no quería dar crédito a lo que había sucedido.
-Es raro que un joven de su posición haya puesto los ojos
en una sirvienta. Lo habrá provocado ella -replicó con desdén.
Indignada
mi madre por aquella respuesta tan mezquina, rehusó iniciar una discusión, porque
sabía que no iba a conseguir nada. Entonces clavando en mí sus ojos, manchados
por una sombra cruel de tristeza y desengaño, manifestó:
-Vámonos, hija, que más vale pasar hambre que vender tu
cuerpo a un indeseable por un mendrugo de pan.
La señora no respondió, torció el gesto y esbozó una
sonrisa que se le congeló en los labios. Acto seguido, mi madre y yo salimos de
aquella casa con la cabeza muy alta.
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