Mi maestra doña Paquita fue
mi mejor profesora. Ella era para mí ilusión, seguridad, apoyo físico y consuelo
para mis limitaciones infantiles. Fue un espejo de cristal donde yo podría
mirarme, un camino que yo podría seguir, una luz que iluminó mi vida en una
época en la que yo era una pobre niña de la tardía posguerra con muchísimas
carencias en todos los sentidos y sin demasiados alicientes para vivir ilusionada.
Ella abrió las puertas de
mi alma, me mostró la luz del conocimiento, los deseos y la inquietud por
superarme día tras día y me ayudó a crecer como persona, a engrandecerme como
ser humano y a saber mirar el mundo y a las personas con mis infantiles ojos. Mis
escasos seis años se abrieron en flor con su aliento, con sus cuidados y
atenciones a mi propia educación, con su luminosa mirada, con su dulce voz, con
la luz que irradiaban sus pupilas.
Ella sembró en mí la semilla
del deseo de saber, de conocer, de impregnarme de la información que me
brindaban los libros, que me ofrecía la vida. Me animaba a estudiar y premiaba
y aplaudía mis pequeños éxitos y mis esfuerzos cotidianos. Ella me daba
alicientes para vivir y me enseñó a desplegar las alas para echarme a volar por
esos mundos de Dios, llenos de preciosos libros, de información, de interesantes
saberes, de un sol de intensidades y de un cielo azul de calma en el que se
podía volar. Ella me mostró un mundo de exuberante naturaleza y de gratos aprendizajes
que yo podría asimilar si seguía sus sabios consejos, si conducía mis pasos por
los surcos de sus huellas. Ella ganó mi corazón para su causa y brotaron flores
de plenitud en los valles de mi alma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario