Era la tarde un suspiro, era la tarde un lamento.
El
viento ruin de los desengaños
soplaba,
monte abajo, entumecido.
Lentamente
envolvía el Gólgota
con
telarañas de ausencia.
Espejo
de luciérnagas eran las pupilas del día.
La sangre de las heridas
empapaba
la tierra con timidez
y
hundía en la desolación
el
verde azulado de la hierba.
El
cielo se oscurecía
con
mil nubarrones negros.
El
sol iba declinando. Súbitamente,
tiñó su luz de tinieblas.
La
tarde se estremeció, al instante
sus
entrañas vomitaron sangre y agua.
Los
muertos fueron ganando
la
guerra a los camposantos.
Hiel y tierra, fuego y agua,
luz
y sombras. Danza febril, polvareda
de
elementos que acercaron el ocaso.
Llovía tortura y espanto,
sangraba
la tarde oscura.
Estupor
en los tejados de las casas,
quemazón
en el fondo de las vísceras.
Los corazones temblaban
y
el alma, ya redimida, se elevaba
sobre todo lo terreno.
En
la túrbida lejanía del tiempo
y
de todas las distancias anheladas
ladraban algunos perros.
Llanto de desolación, gemían los vientos
como
torpes plañideras de la tarde.
Una
corona de espinas llevaba el rey.
Su
mirada era un telón de melancolía
sus
palabras, faros de la oscuridad.
Su voz clamaba sedienta.
“Tengo
sed” susurró el reo de muerte,
y le acercaron vinagre.
Su
piel destilaba ausencia, su cuerpo dolor y llanto.
Luego
exhaló un gran suspiro
y
abandonó esta tierra de tormento.
Contigo, mi buen Jesús, se perdió mi
corazón
en
ese mar infinito de tristezas y de fobias.
Cristo
vencido moría en la cruz.
Eran las tres de la tarde.
Que
no se borren nunca los soles de
Que
no se apague jamás el verde de los olivos
de
aquel huerto fértil de oración y penitencia.