Acerca de mí...

Mi foto
Pegalajar, Jaén, Spain
Gracias por venir a recorrer estos senderos literarios que han brotado de una fontana silenciosa, sedienta de emoción y de calma. Gracias por leer estos poemas, por beber su aliento, por respirar su aroma, por destilar su esencia, por libar su néctar. Sabed que han brotado de un corazón anhelante que sueña con ser luz y ternura, primavera y sueño, calidez y verso. Mientras lo consigo sigo escribiendo, soñando, amando, enseñando, viviendo y cantando a la vida y al amor, al mar y a la tierra, a la tristeza y al llanto, al suspiro de la brisa y al deseo de los espejos, a la melancolía y a la nostalgia. La vida es como un poema que, en unas ocasiones, nos abre las puertas de paraísos ignotos, de hermosas praderas cuajadas de florecillas silvestres, de exóticos jardines, de luminosas estancias donde germinan los sueños y donde se gesta el amor, pero en otras nos aboca al temblor de los fracasos, al dolor de las heridas, al vacío de las ausencias, al llanto de las tormentas, al furor de las ventiscas, al horror de las contiendas y a la tupida oscuridad de una noche sin luceros. Espero que seas feliz mientras bebes agua de los manantiales de la poesía, de las fontanas del verso.

sábado, 17 de octubre de 2020

PASAR HAMBRE. RELATO

 


Aquella tarde, mientras el sol con sus rayos centelleantes se deslizaba despacio por su tobogán celeste, mis tres hermanos y yo jugábamos en el patín de la casa. Esperábamos impacientes la llegada de mi madre. Nuestros estómagos vacíos la llamaban a voces. Su presencia era la satisfacción de nuestros deseos y el premio de nuestra anhelada espera.

 Mi padre dormía la siesta de la embriaguez, mientras sudaba el vino amargo de nuestros pesares. Como siempre, había llegado a casa ebrio, empapado en alcohol. Todos los días, al punto de rayar el alba, salía de casa y se dirigía al mercado de abastos del pueblo. Le ayudaba al pescadero a trasladar las cajas de pescado del camión al puesto de venta y a recoger los desperdicios. A cambio el pescadero le daba unas monedas. Él se apresuraba en gastarlas en la taberna, bebiendo el vino cruel de la injusticia a violentos sorbos, como si quisiera así acallar su mala conciencia.


             Vivía su miserable vida al margen de la nuestra y nos dejaba pasar necesidades. Por este motivo, mis hermanos y yo no esperábamos nada bueno de él. Teníamos miedo a sus borracheras y pánico a su presencia.

De nuestra madre esperábamos el consuelo a todas las penas. Cada tarde, cuando el ocaso comenzaba a extender su manto de opacidad, después de una dura jornada de quehaceres domésticos en casa de los señores, regresaba cansada. No obstante, en el fondo de aquel cansancio crónico, se vislumbraba una gran dosis de amor para regalar a sus hijos. Mis hermanos y yo corríamos a registrar sus bolsillos porque en ellos se hallaba el maná de nuestros anhelos. Siempre encontrábamos algo que llevarnos a la boca, un casco de naranja, un trozo de manzana, una nuez, una almendra, una corteza de queso... o cualquier pequeño manjar hurtado de la casa de la abundancia. Luego nos hacía la cena que, aunque pobre y escasa, saciaba nuestras necesidades y nos sabía a gloria. El sueño en el mísero jergón con el estómago lleno, resultaba más confortable.

            Aquel atardecer, cuando atisbamos la silueta de mi madre en el fondo de la calle, corrimos hacia ella. Nos recibió con un beso y una sonrisa, pero se negó a que le registráramos los bolsillos. Detestaba que las gentes conocieran las necesidades que pasábamos. En casa nos mostró lo poco que traía: unos trozos de galleta y unas cortezas de pan. No había podido conseguir nada más. Sin embargo, traía una buena noticia. Al día siguiente yo debía acompañarla. La señora quería que yo pasara a formar parte de la servidumbre. Mi madre dijo que sería una boca menos que llenar y además podría traer algo a casa. No tuve que responder, mi madre ya lo había hecho por mí. Yo sólo tenía trece años y unas ganas enormes de ser útil a mi familia. No obstante, sentía miedo porque ignoraba cuál era mi cometido y si sería capaz de responder a las expectativas que se habían puesto en mí.

            Aquella noche no logré conciliar el sueño. La zozobra me impedía dormir. Al amanecer me llamó mi madre. No había descansado bien, pero me levanté enseguida. Me lavé y me vestí con la inquietud de quien tiene que enfrentarse a su primera jornada de trabajo. Media hora después, estábamos en la casa de los señores. Mi madre debía preparar el desayuno y yo tenía que ayudarle. A media mañana hizo acto de presencia la señora y dijo a mi madre que continuara instruyéndome en las labores domésticas que yo prometía. Me sentí halagada por tan inusitados elogios. Así, fueron transcurriendo los días. Mi madre practicaba la docencia conmigo y yo me esforzaba por ser una discípula aventajada.

            Llegado el verano, el hijo de los señores que estudiaba fuera regresó. Debía de ser unos años mayor que yo. Desde el primer día que me vio, comenzó a mirarme con ojos empalagosos. Yo eludía su presencia, pero intuía que él me buscaba. Sus manos se escapaban y hacían blanco en mi cuerpo cuando me cruzaba con él. Me resultaba violento contárselo a mi madre. Mi estancia en aquella casa comenzó a ser un calvario, que yo soportaba en silencio. Un día cuando me hallaba a solas limpiando su dormitorio, se introdujo en la alcoba y cerró con llave. Yo intenté escapar, pero me cerró el paso. Quise gritar, pero me tapó la boca. Entonces me rodeó con sus brazos y sin dejar de piropearme y de prometerme maravillas y prebendas, me llevó al lecho y se abalanzó sobre mí. Yo me agitaba bajo su cuerpo con desesperación. Gemía aterrada. Cuando comenzó a arrancarme la ropa me revestí de entereza y, en un descuido, le propiné una patada en el estómago. Cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza con un mueble. Yo aproveché ese momento para correr a la puerta y aporracearla con fuerza pidiendo ayuda. Mi madre, que no andaba lejos, acudió a socorrerme.

            Cuando me vio en tan deprimente estado, lo entendió todo sin necesidad de explicaciones.

            - ¡Dios mío! -susurró- ¿Cómo he estado tan ciega?

            Luego miró al señorito con desprecio y enojo y le gritó:

            - ¡Como vuelvas a tocar a mi hija te vas a enterar!

            Después me llevó ante la señora, la cual no quería dar crédito a lo que había sucedido.

            -Es raro que un joven de su posición haya puesto los ojos en una sirvienta. Lo habrá provocado ella -replicó con desdén. 

            Indignada mi madre por aquella respuesta tan mezquina, rehusó iniciar una discusión, porque sabía que no iba a conseguir nada. Entonces clavando en mí sus ojos, manchados por una sombra cruel de tristeza y desengaño, manifestó:

            -Vámonos, hija, que más vale pasar hambre que vender tu cuerpo a un indeseable por un mendrugo de pan.

            La señora no respondió, torció el gesto y esbozó una sonrisa que se le congeló en los labios. Acto seguido, mi madre y yo salimos de aquella casa con la cabeza muy alta.                                          

 

 



No hay comentarios:

Publicar un comentario