El otoño, añorante
en sus recuerdos,
de sol tibio y de
sangrantes ocasos,
insiste en
deserciones y fugas,
en torpes huidas
ciegas
de estos hermosos
parajes
de pecho descendido
y de silencio.
Liviano como una
sombra, marchito y cerril,
se aleja por la
inmensa terraza celeste.
Va arrastrando tras
de sí su brusco telón de viento
y su fino tisú de
llanto y melancolía.
Quizá, oculte en su
pecho tristes nostalgias
de ausencia o de
ingratitud.
Los brazos, caídos y
oscilantes,
a lo largo de su
cuerpo macilento,
de hojas secas y de
musgo,
con desdén y desaliento, bambolean
las ingrávidas esferas del aire.
Sobre esta tierra bravía, herida por algún
rayo de luna,
en una radiante noche de estrellas y plenilunio,
vomita un desvencijado temporal
de desatinos y de añoranza.
El otoño ha dejado la tierra desierta,
desnuda de pájaros y de céfiros,
rota de flores y de guirnaldas de besos
y abocada al frío aguacero de invierno
de tenebrosas oquedades estériles
y de seres ateridos por la helada.
Los dulces senos del otoño
han dejado de manar leche y miel
en esta tierra marchita.
Han congelado el pálpito del amor
por las sombrías veredas
de la inclemente noche invernal.
Una
esquiva bocanada de cierzo,
azota las esperanzas que abrigaba el olivar
en su mullida entramada de ramajes.
Silba el viento en las camadas,
zigzagueante y siniestro,
y con sus manos de fría ventisca
agita la entraña de la aceituna,
morada y negra, azabache,
que tiembla bajo su gélido aliento.
Es el invierno que ruge
muy cerca del corazón,
con su manantial de escarcha
y empaña la nitidez del espejo
del agua en el riachuelo
y en esos ingentes cielos
cubiertos de tupidos estandartes,
oscuros y enmohecidos,
que embotan las caricias en el alma.
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