(Con este poema, doy la bienvenida al otoño)
Bienvenido seas otoño,
a los parques de mi pueblo
a los valles de mi pecho.
Bienvenido, con tus jirones de niebla,
con sus tardes amarillas, soleadas,
esponjosas, ambarinas, macilentas,
con tu abanico de ausencias.
Bienvenido con tus misterios de calma,
de pesadillas, de fobias, de tempestad,
de incógnitas, de ventoleras
de pena en el lagrimal
y agonía en la garganta.
Con tus tonos encarnados
enajenas mis pupilas y mis sueños
y das vigor a la nostalgia.
Sé generoso y magnánimo
y derrámanos tus aguas
por los montes y los campos.
El otoño
se adueña de nuestras almas
con sus colores cobrizos,
caquis, tostados, rojizos y amarillentos,
llenos de melancolía y repletos de
añoranza.
Nos trae un mosaico de tonalidades ocres,
en sus sedientas mañanas,
en sus prolongadas noches.
Con sus visos escarlata,
con sus telones de sombra,
con sus días de ventoleras,
nos trae nubes de plata.
Iluminado por la tibieza sutil
de un sol, pálido y escurridizo,
va transcurriendo despacio
por las vides de septiembre,
por los lagares de octubre,
por los mostos de noviembre,
por los vinos de diciembre.
El otoño
se arremolina en mi pecho,
busca cobijo en mi alma,
se interna en mi corazón
se detiene en mi garganta
para arañarme las vísceras
y desgarrarme la entraña.
El otoño,
desarraigado y versátil,
se derrumba en mi memoria
con aire de fríos vientos
y con escasez de agua.
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