Bajo palio camina el
Hijo del Hombre,
a hombros de cansados
costaleros.
Como un lucero conducido
hacia el ocaso
de la sangre. Humilde
reo de muerte.
Ciprés de melancolía vilmente agitado
por el viento ruin de las tempestades.
Ocultos maremotos se
gestan en su pecho.
El llanto, como lluvia
silenciosa y gélida,
brota lentamente del
lagrimal igual que tácita lluvia.
La mirada perdida en la
lejanía, ausente,
posada en el fondo lúgubre del dolor.
El cuerpo, despojado de
palomas y ausente de gaviotas,
está vilmente cubierto
por las sangrantes heridas
que propició el
desamor.
Cicatrices zigzagueantes,
como siniestras veredas
de oscuridad letal,
son las veredas
del alma.
Su espalda, surcada por
mil senderos de sangre,
es una oscura ladera
despoblada de latido,
de flores y de
alamedas.
Su rostro, macilento,
ensombrecido
como lirio desdibujado
por la niebla,
es una extensión
purpúrea
enmohecida por el llanto.
Su pecho, herido por el
desamor,
muestra su divina
languidez de frío mármol,
semejando un glaciar de
soledad
y de abandono
en esa pradera
artificial de gladiolos
que ondea al viento su
inmaculada inocencia
de claveles flagelados por la
escarcha.
Sus labios, cuarteados
por la sed
arañan una plegaria al
corazón malherido
mientras emiten un
lastimero gemido
al
purgatorio ruin de su tortura.
La tarde, cuajada de
primaveras y fobias,
bosqueja una sonrisa de
melancolía
igual que una riada de
amargura
que no puede cesar su
ingente
turbulencia.
A su paso la multitud suspira.
Algunos quisieran cargar
con su cruz.
Otros quedan
indiferentes mientras ocultan
su indolencia en esas
tulipas diáfanas,
cuajadas de velas
candentes,
que secuestran las pupilas,
cuya lengua cimbreante
esculpe pinceladas de dolor
en la túrbida y
mortecina opacidad de una tarde,
coronada de tristezas y de
espinas.
ENCARNA GÓMEZ VALENZUELA
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