La tarde iba declinando lentamente, pero el sol aún permanecía en el cielo proyectando sus luminosos rayos y su placidez por todos los rincones.
Claudia, Julia y Emilia eran tres buenas amigas y compañeras de clase que cada tarde solían reunirse para jugar. Se conocían desde el parvulario. Ya cursaban segundo de Primaria. Situadas en un rincón del parque se lanzaban el balón una a otra, experimentando con este inocente juego la satisfacción de estar juntas para divertirse, ser cómplices en las actividades lúdicas y sentir la alegría de vivir.
En
una ocasión, Claudia lanzó el balón con tanta fuerza que Emilia no consiguió
detener su impulso. No pudo atraparlo entre sus manos. El esférico rebotó en el
suelo descontrolado y fue a parar al lado de una niña de peculiares rasgos y de
piel tan oscura como el chocolate. Era evidente que había venido de lejanas
tierras huyendo de la miseria porque su aspecto era algo desaliñado y sus ropas
estaban deterioradas y mal conjuntadas.
Luciendo
una sonrisa entre dulce y tímida y anhelando ser útil y relacionarse con niñas
y niños de su edad, la pequeña cogió el balón y corrió a ofrecérselo a su dueña
con el secreto deseo de que la invitara a jugar.
Claudia,
al ver su preciado juguete en manos ajenas, mostró un gesto de contrariedad que
no pasó desapercibido para ninguna de las niñas. Entonces, dándole un fuerte
manotazo a la pelota para arrebatársela a aquella desconocida, le gritó
encolerizada:
—¿Quién
te manda a ti coger mi balón?
Julia
y Emilia se miraron desconcertadas. La pequeña enrojeció. Una corriente
subterránea de indignación recorrió todo su cuerpo. Sin embargo, no osó
pronunciar palabra. Se dio media vuelta y escapó corriendo. Sus grandes ojos
negros se llenaron de lágrimas y de tristeza para expresar la pena que le había
causado aquella niña tan ingrata.
En
aquel rincón del parque en el que antes reinara la alegría, ahora reinaba el
desconcierto. Las niñas dejaron de jugar. Claudia continuaba protestando.
—Te
has portado muy mal —dijo Julia preocupada.
—Tenías
que haberle dado las gracias por traerte el balón, no lo has hecho y además le
has tenido malos modos —añadió Emilia.
—No
quiero que esa mocosa toque mis juguetes. Es una intrusa. Que se quede en su
país y no venga a molestarnos —replicó Claudia enojada aún.
El
sol se había deslizado ya por el tobogán celeste para descender hasta las
montañas y ocultarse tras de ellas y la tarde había comenzado a dar paso al
crepúsculo.
Las
tres amigas, cabizbajas y tristes, se marcharon a casa. Claudia llevaba su
corazón lleno de sombras que no quería borrar con la goma de la tolerancia y la
generosidad, sin saber que podía verse atrapada en ellas.
Al
día siguiente, cuando estaban trabajando en clase, tocaron a la puerta. Era el
director del colegio. Aquella niña de piel oscura y ojos grandes y tristes lo
acompañaba. El director y la maestra intercambiaron unas palabras. Luego él se
fue y la niña morena se quedó en clase. La maestra habló con ella dulcemente y
entonces la pequeña, con una sonrisa tímida que le bailaba en los labios, se
presentó. Su voz sonó como un tierno susurro pidiendo la acogida.
—Me
llamo Jana. Vengo de Bolivia. Tengo siete años. Me voy a quedar en esta clase y
quiero ser amiga vuestra.
—¡Bienvenida,
Jana! —dijo la maestra en voz alta para que todos sus alumnos la escucharan.
Luego
leyó unos documentos que le había dado el director y seguidamente explicó que
la familia de Jana había emigrado a España con el ánimo de encontrar un trabajo
remunerado para poder ganarse la vida honradamente. Añadió que había que
acogerla con agrado, tratarla con cariño y ayudarle cuando lo necesitara.
Todos
los niños y niñas de la clase asintieron con el gesto y la sonrisa. No
obstante, Claudia persistía en su actitud de rechazo y hacía muecas de
desprecio hacia Jana, mas no se atrevía a decir nada en su contra por miedo a
ser reprendida por la maestra.
Transcurrían
los días mientras Claudia continuaba alimentando el odio contra la nueva
compañera. La excluía de sus juegos. Se negaba a prestarle el material escolar
y a ayudarle en los deberes y hacía mofa de ella siempre que se le presentaba
la ocasión. Jana lloraba en silencio, se tragaba las lágrimas y ocultaba la
pena en lo más profundo de su corazón para evitar que saliera a flote y los demás
pudieran verla.
Un
infausto día quiso el destino que Claudia sufriera un accidente cuando iba a
hacer un recado. Por causa del viento otoñal, se desgajó una rama de un árbol
y, desprendiéndose del tronco, golpeó su cabeza y la atrapó bajo su peso. Claudia,
desesperada y herida, comenzó a gritar pidiendo auxilio, pero nadie parecía
escucharla. Sus voces se las llevaba el viento enredadas en una maraña de hojas
secas. Sin embargo, el agudo timbre de su voz fue oído por Jana que vivía cerca
de aquel lugar y corrió para socorrerla. Cuando llegó al lugar del siniestro,
Claudia yacía en el suelo desmayada y rodeada de un charco de sangre. Jana
comprendió que era una situación grave y que necesitaba refuerzos. Entonces
corrió a su casa y avisó a sus padres. Éstos liberaron a Claudia del peso de la
rama y la trasladaron al centro de salud. La pequeña tuvo que permanecer varios
días en el hospital.
Cuando
por fin se recuperó y volvió a su hogar, sus padres le contaron lo sucedido y
le dijeron quien la había salvado, porque ella no recordaba nada. Claudia
estaba avergonzada. Se arrepintió de su conducta anterior y decidió rectificar.
Al
volver al colegio dio las gracias a Jana por haberla socorrido y le pidió
perdón por todos los desprecios que le había hecho. Jana, que no era rencorosa,
olvidando todos los agravios recibidos, perdonó a su compañera. Entonces ambas
se abrazaron y prometieron cultivar una amistad que iba a florecer lozana y
hermosa como las rosas en los frondosos jardines de la primavera.
Claudia
se sentía tan feliz como nunca lo había sido. Por fin había comprendido que la
verdadera belleza de una persona no reside en su físico sino en la bondad de su
corazón.
Desde
aquel día, ella y Jana fueron buenas amigas. Toda la clase latió entonces al cálido
ritmo de la tolerancia y el amor.
Los
niños y niñas de aquel colegio compartieron juegos, juguetes, proyectos e
ilusiones. En la diversidad de culturas y de razas y en la aceptación de los
rasgos peculiares de cada cual encontraron un aliciente para ampliar sus
conocimientos y ensanchar sus horizontes.
Y fue
como si la fresca lluvia de abril regara sus corazones e hiciera germinar en su
interior las semillas de la tolerancia, la comprensión, la solidaridad y el
respeto mutuo porque en todos ellos nació una flor llamada Paz, que, desde
aquel día, con su dulce aroma, perfumó el aire transparente que envolvía el
colegio, y luego trascendió hacia el exterior para ambientar con su plácida
fragancia de sosiego el pueblo que le daba vida.
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