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Pegalajar, Jaén, Spain
Gracias por venir a recorrer estos senderos literarios que han brotado de una fontana silenciosa, sedienta de emoción y de calma. Gracias por leer estos poemas, por beber su aliento, por respirar su aroma, por destilar su esencia, por libar su néctar. Sabed que han brotado de un corazón anhelante que sueña con ser luz y ternura, primavera y sueño, calidez y verso. Mientras lo consigo sigo escribiendo, soñando, amando, enseñando, viviendo y cantando a la vida y al amor, al mar y a la tierra, a la tristeza y al llanto, al suspiro de la brisa y al deseo de los espejos, a la melancolía y a la nostalgia. La vida es como un poema que, en unas ocasiones, nos abre las puertas de paraísos ignotos, de hermosas praderas cuajadas de florecillas silvestres, de exóticos jardines, de luminosas estancias donde germinan los sueños y donde se gesta el amor, pero en otras nos aboca al temblor de los fracasos, al dolor de las heridas, al vacío de las ausencias, al llanto de las tormentas, al furor de las ventiscas, al horror de las contiendas y a la tupida oscuridad de una noche sin luceros. Espero que seas feliz mientras bebes agua de los manantiales de la poesía, de las fontanas del verso.

sábado, 24 de abril de 2021

UNA FLOR LLAMADA PAZ. UN CUENTO DE MI AUTORÍA PARA CELEBRAR EL DÍA DEL LIBRO

 

La tarde iba declinando lentamente, pero el sol aún permanecía en el cielo proyectando sus luminosos rayos y su placidez por todos los rincones.

            Claudia, Julia y Emilia eran tres buenas amigas y compañeras de clase que cada tarde solían reunirse para jugar. Se conocían desde el parvulario. Ya cursaban segundo de Primaria.  Situadas en un rincón del parque se lanzaban el balón una a otra, experimentando con este inocente juego la satisfacción de estar juntas para divertirse, ser cómplices en las actividades lúdicas y sentir la alegría de vivir.


            En una ocasión, Claudia lanzó el balón con tanta fuerza que Emilia no consiguió detener su impulso. No pudo atraparlo entre sus manos. El esférico rebotó en el suelo descontrolado y fue a parar al lado de una niña de peculiares rasgos y de piel tan oscura como el chocolate. Era evidente que había venido de lejanas tierras huyendo de la miseria porque su aspecto era algo desaliñado y sus ropas estaban deterioradas y mal conjuntadas.

            Luciendo una sonrisa entre dulce y tímida y anhelando ser útil y relacionarse con niñas y niños de su edad, la pequeña cogió el balón y corrió a ofrecérselo a su dueña con el secreto deseo de que la invitara a jugar.

            Claudia, al ver su preciado juguete en manos ajenas, mostró un gesto de contrariedad que no pasó desapercibido para ninguna de las niñas. Entonces, dándole un fuerte manotazo a la pelota para arrebatársela a aquella desconocida, le gritó encolerizada:

            —¿Quién te manda a ti coger mi balón?

            Julia y Emilia se miraron desconcertadas. La pequeña enrojeció. Una corriente subterránea de indignación recorrió todo su cuerpo. Sin embargo, no osó pronunciar palabra. Se dio media vuelta y escapó corriendo. Sus grandes ojos negros se llenaron de lágrimas y de tristeza para expresar la pena que le había causado aquella niña tan ingrata.

            En aquel rincón del parque en el que antes reinara la alegría, ahora reinaba el desconcierto. Las niñas dejaron de jugar. Claudia continuaba protestando.

            —Te has portado muy mal —dijo Julia preocupada.

            —Tenías que haberle dado las gracias por traerte el balón, no lo has hecho y además le has tenido malos modos —añadió Emilia.

            —No quiero que esa mocosa toque mis juguetes. Es una intrusa. Que se quede en su país y no venga a molestarnos —replicó Claudia enojada aún.

            El sol se había deslizado ya por el tobogán celeste para descender hasta las montañas y ocultarse tras de ellas y la tarde había comenzado a dar paso al crepúsculo.

            Las tres amigas, cabizbajas y tristes, se marcharon a casa. Claudia llevaba su corazón lleno de sombras que no quería borrar con la goma de la tolerancia y la generosidad, sin saber que podía verse atrapada en ellas.

            Al día siguiente, cuando estaban trabajando en clase, tocaron a la puerta. Era el director del colegio. Aquella niña de piel oscura y ojos grandes y tristes lo acompañaba. El director y la maestra intercambiaron unas palabras. Luego él se fue y la niña morena se quedó en clase. La maestra habló con ella dulcemente y entonces la pequeña, con una sonrisa tímida que le bailaba en los labios, se presentó. Su voz sonó como un tierno susurro pidiendo la acogida.

            —Me llamo Jana. Vengo de Bolivia. Tengo siete años. Me voy a quedar en esta clase y quiero ser amiga vuestra.

            —¡Bienvenida, Jana! —dijo la maestra en voz alta para que todos sus alumnos la escucharan.

            Luego leyó unos documentos que le había dado el director y seguidamente explicó que la familia de Jana había emigrado a España con el ánimo de encontrar un trabajo remunerado para poder ganarse la vida honradamente. Añadió que había que acogerla con agrado, tratarla con cariño y ayudarle cuando lo necesitara.

            Todos los niños y niñas de la clase asintieron con el gesto y la sonrisa. No obstante, Claudia persistía en su actitud de rechazo y hacía muecas de desprecio hacia Jana, mas no se atrevía a decir nada en su contra por miedo a ser reprendida por la maestra.

            Transcurrían los días mientras Claudia continuaba alimentando el odio contra la nueva compañera. La excluía de sus juegos. Se negaba a prestarle el material escolar y a ayudarle en los deberes y hacía mofa de ella siempre que se le presentaba la ocasión. Jana lloraba en silencio, se tragaba las lágrimas y ocultaba la pena en lo más profundo de su corazón para evitar que saliera a flote y los demás pudieran verla.

            Un infausto día quiso el destino que Claudia sufriera un accidente cuando iba a hacer un recado. Por causa del viento otoñal, se desgajó una rama de un árbol y, desprendiéndose del tronco, golpeó su cabeza y la atrapó bajo su peso. Claudia, desesperada y herida, comenzó a gritar pidiendo auxilio, pero nadie parecía escucharla. Sus voces se las llevaba el viento enredadas en una maraña de hojas secas. Sin embargo, el agudo timbre de su voz fue oído por Jana que vivía cerca de aquel lugar y corrió para socorrerla. Cuando llegó al lugar del siniestro, Claudia yacía en el suelo desmayada y rodeada de un charco de sangre. Jana comprendió que era una situación grave y que necesitaba refuerzos. Entonces corrió a su casa y avisó a sus padres. Éstos liberaron a Claudia del peso de la rama y la trasladaron al centro de salud. La pequeña tuvo que permanecer varios días en el hospital.

            Cuando por fin se recuperó y volvió a su hogar, sus padres le contaron lo sucedido y le dijeron quien la había salvado, porque ella no recordaba nada. Claudia estaba avergonzada. Se arrepintió de su conducta anterior y decidió rectificar.

            Al volver al colegio dio las gracias a Jana por haberla socorrido y le pidió perdón por todos los desprecios que le había hecho. Jana, que no era rencorosa, olvidando todos los agravios recibidos, perdonó a su compañera. Entonces ambas se abrazaron y prometieron cultivar una amistad que iba a florecer lozana y hermosa como las rosas en los frondosos jardines de la primavera.

            Claudia se sentía tan feliz como nunca lo había sido. Por fin había comprendido que la verdadera belleza de una persona no reside en su físico sino en la bondad de su corazón.

            Desde aquel día, ella y Jana fueron buenas amigas. Toda la clase latió entonces al cálido ritmo de la tolerancia y el amor.

            Los niños y niñas de aquel colegio compartieron juegos, juguetes, proyectos e ilusiones. En la diversidad de culturas y de razas y en la aceptación de los rasgos peculiares de cada cual encontraron un aliciente para ampliar sus conocimientos y ensanchar sus horizontes.

            Y fue como si la fresca lluvia de abril regara sus corazones e hiciera germinar en su interior las semillas de la tolerancia, la comprensión, la solidaridad y el respeto mutuo porque en todos ellos nació una flor llamada Paz, que, desde aquel día, con su dulce aroma, perfumó el aire transparente que envolvía el colegio, y luego trascendió hacia el exterior para ambientar con su plácida fragancia de sosiego el pueblo que le daba vida.







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