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Pegalajar, Jaén, Spain
Gracias por venir a recorrer estos senderos literarios que han brotado de una fontana silenciosa, sedienta de emoción y de calma. Gracias por leer estos poemas, por beber su aliento, por respirar su aroma, por destilar su esencia, por libar su néctar. Sabed que han brotado de un corazón anhelante que sueña con ser luz y ternura, primavera y sueño, calidez y verso. Mientras lo consigo sigo escribiendo, soñando, amando, enseñando, viviendo y cantando a la vida y al amor, al mar y a la tierra, a la tristeza y al llanto, al suspiro de la brisa y al deseo de los espejos, a la melancolía y a la nostalgia. La vida es como un poema que, en unas ocasiones, nos abre las puertas de paraísos ignotos, de hermosas praderas cuajadas de florecillas silvestres, de exóticos jardines, de luminosas estancias donde germinan los sueños y donde se gesta el amor, pero en otras nos aboca al temblor de los fracasos, al dolor de las heridas, al vacío de las ausencias, al llanto de las tormentas, al furor de las ventiscas, al horror de las contiendas y a la tupida oscuridad de una noche sin luceros. Espero que seas feliz mientras bebes agua de los manantiales de la poesía, de las fontanas del verso.

lunes, 18 de octubre de 2021

CELEBRAMOS EL DÍA DE LA MUJER ESCRITORA CON UN RELATO PUBLICADO EN MI LIBRO DE RELATOS "CUENTOS FUGITIVOS" 2012.

                                    ALAS  DE  GAVIOTA


        II PREMIO EN EL VIII CERTAMEN LITERARIO

“LETRAS DE BAÑOS”

BAÑOS DE MONTEMAYOR (CÁCERES)

AGOSTO DE 2007

ENCARNA GÓMEZ VALENZUELA

                      

                                                      

            El cielo febril de un otoño dorado y pálido lucía un azul tan nítido y diáfano que electrizaba la mirada con apacible deslumbramiento. La playa, que a estas horas se encontraba deshabitada y mustia, parecía estar sumergida en la ilusión de un sueño. Las olas acercaban su frescura a aquellas tierras baldías que se extendían al otro lado del mar. El aire de la bahía envolvía el perfil de tan entrañable ámbito en un vaporoso manto de ausencias. Lentamente, la tarde, como una rosa marchita, comenzó a declinar. El ocaso teñía la superficie del agua con la macilenta luminosidad crepuscular de un sol cobrizo que se alejaba por occidente pintando tonalidades violáceas en el lejano horizonte. Era como si deseara reflejar en su ampulosa inmensidad todo el dolor y el miedo que aquellos seres indefensos, que se ocultaban entre los bravos rompientes del acantilado, albergaban en sus vísceras.

            Cuando la noche, con sus brumosas alas de sombra, se precipitó sobre la tierra, una barcaza obsoleta, surgida de la oscuridad, se recortó furtivamente en la negrura del agua. Un certero silbido y unos brazos agitándose en la nave movilizaron al personal. Los esquivos acantilados comenzaron a vomitar huidizas siluetas como sombras fantasmagóricas llamadas por la voz de su azaroso destino. Sigilosas, se introducían en las frías aguas del mar hasta alcanzar el vetusto navío.

            Huyendo de la miseria y de la ausencia de libertades, aquellas pobres gentes embarcaban clandestinamente con rumbo a otras tierras lejanas adonde poder encontrar el sustento. Abandonaban su país de origen que se desangraba en injustas contiendas étnicas y en cruentas represalias integristas. Dejaban su patria donde carecían hasta de lo más imperioso para poder subsistir, donde se atropellaban a diario los derechos humanos y donde era preceptivo silenciar las inquietudes del alma so pena de ser recluidos en inmundas cárceles.

            Rachida, una joven árabe que huía de su desgracia y que anhelaba comenzar una nueva vida, formaba parte de aquella comitiva de fantasmas de niebla. Envuelta en su oscura y humedecida túnica, temblaba de miedo y de frío. Ocupaba un reducido rincón en aquella desvencijada patera que oscilaba en el agua impelida por las olas como un frágil barquichuelo de papel. Sentada en posición fetal, se ovillaba sobre sí misma en un intento de eludir el estremecimiento que la poseía. Rodeada por desconocidos que hablaban dialectos e idiomas extraños, lloraba en su interior tristes lágrimas de melancolía. Entre tácitos y lacerantes suspiros, evocaba el dulce recuerdo de sus hijitas que habían quedado al cuidado de los abuelos y que, posiblemente, añoraban a una madre que navegaba clandestinamente en las adustas aguas de un mar cruel que había engullido muchas vidas humanas.

            La siniestra tenebrosidad de la noche y la precariedad de la embarcación la sumergían en un laberinto de desazones y angustias. Sin embargo, el estrellado manto celeste le ayudaba a gestar en sus entrañas la esperanza de un sueño que ella había concebido cuando decidió escapar de su hogar para forjarse un futuro mejor en la otra orilla del mar porque en su tierra había sido vilmente maltratada por el hombre a quien ella se había entregado en cuerpo y alma. Aquel viaje, súbitamente decidido, podía constituir su pasaporte a la libertad. Anhelaba un lugar donde poder vivir con ausencia de violencia y presencia de libertades.

            La nave se balanceaba en el agua al cadencioso ritmo del oleaje que, por el momento, era bastante equilibrado. Mecida por el vaivén de las olas, rememoró aquel tiempo feliz que ahora se le clavaba en el alma. Recordó el día en que su destino se unió al de Yasir, un joven moreno y atractivo, de grandes ojos negros, cuyo cuerpo fornido había deseado con gran avidez. En aquel entonces él era un hombre amable y complaciente que parecía detestar la violencia, pero después, quizá frustrado en sus más imperiosos anhelos, se enredó en ella.

            Evocó el lecho conyugal donde se entregó por primera vez a Yasir. Aquel tálamo blanco como la nieve, perfumado al estilo oriental, olía a espliego y a romero. Era aquella una fragancia tan sutil y placentera que parecía transportarlos al paraíso donde ambos se unieron tan íntimamente como las cristalinas aguas de dos riachuelos que confluyen en un ingente caudal y que, traspasando las barreras del espacio y del tiempo, se precipitan sobre las áridas tierras de un desierto para hacerlas fructíferas. Ella deseó entonces ardientemente ser tierra fecunda para llenar de hijos las manos de aquel amante esposo que tanto parecía desearlos. Quizá ese acuciante anhelo por los hijos fue la chispa candente que prendió la mecha y que lo llevó a desembocar en aquella fogata de antagonismo y violencia. Él deseaba un varón a toda costa. Sin embargo, Rachida, en su primer parto, alumbró una niña. Una preciosa niña de ojos grandes y vívidos como una refulgente estrella a la que llamaron Aida. Mas el padre la desdeñó desde el principio. No se dignaba siquiera mirarla. Nunca la tomó en brazos. Su nacimiento y su crianza lo sumieron en la indiferencia y en el apremiante afán de engendrar un varón.

            Un brusco movimiento la volvió a la realidad. La nave oscilaba de un lado a otro como perdida en la noche. Un viento hostil había comenzado a erizar la superficie del agua y las olas se levantaban intrépidas. Pero Rachida no deseaba dar alas a la desesperanza. Seguramente el viento cesaría en breve y la tempestad se calmaría. Cerró los ojos y continuó entrelazando recuerdos como quien compone una corona de flores y de espinas.

            Memoró con ineludible angustia el hecho de que, a partir del nacimiento de la pequeña, Yasir fue tornándose intransigente y huraño. El anhelo por el hijo, por el momento frustrado, comenzó a exasperar su carácter. Su mirada y sus gestos, dulces en otro tiempo, se agriaron. Subvaloraba el trabajo doméstico que ella realizaba y se mostraba indiferente y lejano. Las relaciones amorosas entre la pareja adolecieron del entusiasmo y de la luminosidad que alumbraron sus primeros encuentros. Yasir parecía acudir al lecho conyugal solamente movido por ese ávido sentimiento de engendrar un varón y de dar satisfacción a sus instintos sexuales. Ya no le preocupaba frecuentar a su mujer para que sus aguas se unieran en aquel desbordante caudal de vida y felicidad que, a su paso, fecundaba la tierra estéril y derramaba amor y esperanza por doquier.

            A pesar de que tales encuentros ya no emocionaban a Rachida, sus entrañas concibieron un nuevo ser. Cuando lo descubrió sintió un miedo atroz de que su cuerpo no respondiera a aquella obsesión de su esposo de que fuera varón. Rezaba a Alá formulando emotivas y entrañables plegarias, pero el cielo no quiso escucharla y le concedió otra niña a la que llamaron Malika. Tenía la boquita de miel y los ojos de caramelo y era tan hermosa como el lucero del alba.

            La misma tarde en que la pequeña nació, Yasir, con los ojos encendidos de furia y las vísceras derramando odio y rencor, abandonó la casa. Durante varios días permaneció ausente, desentendido totalmente de su familia, como si aquellos seres le fueran ajenos.

            Una noche apareció inesperadamente. Su corpulenta figura se recortó en el umbral de la puerta dibujando antagonismos. Cuando Rachida vislumbró su expresión esquiva y sus ojos felinos, comprendió que el odio que había gestado en sus entrañas contra ella y contra las niñas, aún permanecía dentro de él dominándolo y contaminando con su siniestro oleaje. De inmediato comenzó a sentir un miedo vital que paralizaba sus miembros pero intentó aparentar placidez y alegría por su retorno y se mostró amigable y bondadosa con él.

            En el infausto momento en que Yasir pidió la cena y Rachida le rogó humildemente que esperara un poco porque debía prepararla, él montó en cólera y descargó toda su furia contra ella. La insultó y la humilló vilmente y luego sus manos se elevaron en el aire impulsadas por la violencia y el rencor para golpearla cruelmente. Rachida supo entonces lo que era el dolor y el miedo, lo que era sentirse agredida y ultrajada por el ser al que le había entregado su vida. Lloraba en silencio. Derramaba copiosas lágrimas de amargura, pero ante él fingía serenidad procurando a toda costa no provocar sus iras.

            Un impetuoso golpe de mar, tan brusco como los que Yasir le propinaba, le hizo tomar conciencia del lugar en el que se hallaba. Los cuerpos ateridos de sus compañeros de viaje oscilaban dentro de la embarcación topándose unos con otros y sus pupilas fulguraban en la oscuridad hendidas de inquietud y de pánico. Transcurridos unos minutos de zozobra, el furor del mar pareció calmarse y entonces, el recuerdo, más pertinaz que ella misma, tomó de nuevo posesión de su mente. Recordó con angustia vital que a partir de aquel día Yasir comenzó a ser para ella una sombra beligerante que la torturaba sin piedad y un fantasma de hostilidad que, a menudo, descargaba su rabia sobre su cuerpo maltrecho por los golpes y los desdenes.

            Las relaciones de pareja se convirtieron para la joven en un suplicio. Sus encuentros sexuales constituyeron auténticas violaciones a las que se sometía con gran sumisión temiendo ser agredida nuevamente si ponía alguna objeción. Sin embargo, a través de ellos, por el ímpetu con que se derramaba en ella, supo que el anhelo por el hijo aún no se había extinguido. Aquel caudal de benignidad de antaño que se unía al suyo para calmar ansiedades compartidas devino en un torrente furibundo y descontrolado que arrasaba el vergel de su cuerpo con violentas riadas. Aquellos sinuosos encuentros carnales propiciaron un nueva concepción. Cuando Yasir conoció la gravidez de su esposa, volvió a abrigar la esperanza de ser padre de un varón. Por esta causa dejó de agredirla y, aunque jamás afloró a su rostro la dulzura de los primeros años ni retomó aquella amabilidad que lo había caracterizado al principio, comenzó a ser más condescendiente con ella. Fue entonces como si mimara a ese hijo que esperaba con tanta ansiedad y que, supuestamente, se cobijaba en las entrañas femeninas.

            Repentinamente una ráfaga de antagonismo cruzó el aire. Un viento desapacible y adverso comenzó a soplar con violencia. La precaria embarcación oscilaba de un lado a otro impelida por la veleidad del oleaje. Crujía y parecía que iba a desintegrarse de un momento a otro. Estaba navegando a la deriva. La aciaga corriente del Estrecho se cebaba con el bote con gran saña anulando cualquier tipo de control y amenazando con hacerlo zozobrar. Los pechos de aquellos improvisados navegantes ahogaban innumerables gritos de terror y de angustia porque el inexperto capitán del navío les había ordenado silenciarlos para que no cundiera el pánico.

            Rachida temblaba como una pequeña avecilla a punto de morir de frío y de abandono. Entretejía fervientes plegarias que amamantaba con el ardor de su corazón rogando a Alá que fuera misericordioso y les permitiera llegar a su destino sanos y salvos. Algunos de aquellos desgraciados achicaban agua fingiendo serenidad y sosiego. Quizá así pudieran evitar el naufragio en la inmensa crueldad de un mar tenebroso que amenazaba con sepultarlos en sus siniestras profundidades de persistir la tormenta. Acaecido un agónico intervalo de tiempo que pareció interminable, el viento comenzó a calmarse y las olas amainaron su impetuosidad.

            Rachida continuaba rezando. La patética escena de aquel bote y las plegarias formuladas con tanto anhelo transmutaron aquella siniestra secuencia en otra similar en la que también se cernía un naufragio sobre unos seres inocentes: las iras de Yasir sobre ella y sobre sus hijas.

            Su tercer embarazo lo vivió con un miedo atroz a pesar de verse libre de agresiones. Ese miedo tenía su origen en el temor de no ser capaz de alumbrar un hijo. Sin embargo, en esta ocasión Alá fue complaciente con ella y le concedió un varón. Un niño rollizo de piel morena y aterciopelada y de ojos negros y profundos como los de su padre. Yasir no cabía en sí de gozo cuando nació el pequeño Omar. Ante la atónita mirada de las niñas a las que jamás había deparado el más leve gesto de ternura, lo tomaba en brazos y lo mimaba colmándolo de caricias. En esos momentos todas las estrellas brillaban en su cielo y parecía olvidar las frustraciones y los fracasos.

            En este período de relativa calma Rachida pensó que su familia podía encauzar de nuevo su trayectoria e iluminar algún día jardines de paz y de felicidad. Mas aquella etapa de sosiego sería tan fugaz como el deslumbramiento de un rayo. Unas fiebres malignas postraron al pequeño en el lecho. Su frágil cuerpecito comenzó a languidecer como un indefenso pajarillo abandonado a las inclemencias atmosféricas. Una funesta noche de otoño cerró sus pequeños ojos cansados de llanto inútil. Yasir aulló de dolor y de rabia como una fiera malherida. Rachida lloró silenciosamente. Sus lágrimas discurrían lentamente por el valle de su piel y fueron a engrosar los salobres mares de la agonía.

            Después del sepelio, cuando la pareja regresó al hogar, Yasir se recluyó en un rincón y, colocando la cabeza sobre las rodillas, ocultó su rostro entre dolientes sollozos. Rachida se acercó a él tímidamente para consolarlo y para poder aliviar en el calor de la unión aquel dolor tan profundo. Mas en lugar de encontrar la mano amiga de la resignación y el consuelo, halló la arisca zarpa de una fiera. Atisbó en sus ojos turbios y enrojecidos una hoguera de odio y rencor en la que ambos se consumían. Entonces él la empujó violentamente mientras gritaba:

            –¡Aléjate de mí! ¡Tú eres la culpable de todo! Deberías estar muerta.

            Una cortina de hostilidad se dibujó en la expresión de su rostro y, como poseído por una fuerza macabra, levantó sus grandes manos en la antagónica penumbra del aposento y la agredió con mayor encono que nunca descargando sobre ella el peso demencial de todas sus furias. Luego, como un violento huracán, vomitando ira, se ausentó de la casa.

            Rachida quedó hundida en un abismo de angustia. La vida comenzó a nublarse para ella. Algo se le rompió por dentro que ya sería muy difícil reconstruir. El pánico que experimentó aquella noche desdibujó su amor por aquel hombre. Al día siguiente tomó a las niñas consigo y las dejó al cuidado de sus padres y, como una sombra espectral, emprendió un viaje furtivo hacia tierras lejanas, donde no pudiera ser jamás maltratada por aquel hombre cruel de cuyo corazón habían tomado posesión el odio y la violencia para con ellos tiranizar a los seres indefensos.

            De súbito, sobresaltada por un estremecimiento interno, abrió los ojos. El viento frío que precede al alba consiguió hacerla tiritar. La tempestad se había calmado. El mar había dejado de agitarse. El oleaje había dulcificado su furia anterior. La contumaz oscuridad de la noche le impedía atisbar los rostros ateridos de sus compañeros de viaje. A su lado alguien respiraba convulsamente. Parecía faltarle el aire. Tan imprevista anomalía generó un llanto quejumbroso y entrecortado que desembocó en dolorosos gemidos de espanto que taladraban el alma. Luego aquel desdichado perdió el conocimiento y se derrumbó sobre Rachida. Alguien gritó entonces demandando ayuda.

            –¡Un médico! ¿Va alguien aquí que pueda socorrerlo?

            No respondió nadie, pero un hombre joven pidió paso entre aquella muchedumbre hacinada. Comenzó a desplazarse a rastras entre aquel bosque de cuerpos plegados. Se acercó al enfermo, le tomó el pulso y, rápidamente, le hizo el boca a boca. Transcurridos unos azarosos instantes de general sobrecogimiento y zozobra, aquel joven murmuró:

            –¡No hay nada que hacer! ¡Ha muerto!

            Entonces, una voz autoritaria y desdeñosa exclamó:

            –¡Hay que tirarlo al mar! ¡No podemos llevar fiambres!

            Muchos suspiros quedaron anclados en la garganta y muchos gritos de estupor, ahogados en el pecho. Rachida volvió a estremecerse. Fue un estremecimiento cruel que dejó su alma al desnudo. Sus ojos se llenaron de lágrimas ácidas y salobres que, a su paso, laceraban sus mejillas. Lloraba por aquel desgraciado, por aquel pobre hombre que salió de su país en busca de un futuro mejor y sólo halló muerte y desolación en su camino. Entonces rezó por todos los seres desvalidos de este mundo. Después, sólo pudo escuchar el impacto del cadáver en el agua. Luego levantó la vista y, con cierta inquietud, vislumbró a lo lejos el mortecino alumbrado de aquella tierra tan anhelada hacia la que se dirigían. El desasosiego le impidió continuar entrelazando recuerdos.

            Sucedido un corto intervalo de tiempo en el que la incertidumbre, como una aviesa espiral, se arremolinaba en las vísceras, la misma voz autoritaria y esquiva que había sonado antes ordenó:

            –¡Hay que echarse al agua! Estamos muy cerca de la playa. La barca tiene que volver. Tened cuidado con los vigilantes. Al llegar a tierra tenéis que dispersaros. ¡Suerte para todos!

            Temblando de miedo y de emoción, como quien corre al encuentro de su destino, aquellos sonámbulos iniciaron el desembarco y la huida hacia una tierra que, aunque no los recibía con los brazos abiertos, parecía prometerles futuro y libertad.

*******

            A pesar de no sentirse subyugada por el varón, la vida en el país de destino resultó muy dura para Rachida. Se encontraba sola y alejada de los suyos. Hubo de aprender otra lengua ignota y extraña para ella. Debió acostumbrarse a hilvanar cuidadosamente todas las palabras que le salían del corazón y que, a veces, la boca no lograba entretejer, pero que brillaban en la expresión de su rostro con luces de ilusión y de arco iris y le ayudaban a hacerse entender. Tuvo que adaptarse a una sociedad ajena a la suya y acomodarse a una cultura distinta que, a veces, resultaba incomprensible. Todo lo fue superando con la misma alegría, ya lejana, con que un día se unió a Yasir. A pesar de todo, no había lamentado jamás aquel enlace porque le había abierto los ojos a la vida y al conocimiento de esas personas prepotentes y agresivas que es preciso eludir porque laceran las entrañas y dejan en el alma heridas incurables que nunca acaban de cicatrizar.

            La nostalgia por su tierra y su familia, como una sombra tenaz, la acompañó siempre. El recuerdo de sus hijas lo ocultaba muy dentro de sí misma. Formaba parte de su vida y no deseaba que naufragara en el olvido, en la túrbida distancia del desamor y de todas las cosas que se diluyen en la oscura noche de los tiempos. La memoria de esas niñas despreciadas por su padre la llevaba clavada en el alma. Tenía que recuperarlas cuanto antes y desagraviarlas por tanta animosidad y desafecto acumulados en sus tiernos ojos infantiles. Para su hijito, sepultado en tierra a tan temprana edad, guardaba muchas lágrimas, vertidas siempre con gran emoción y ternura.

            Engastada en esa dulce añoranza de su tierra y de su gente siempre postergada, pero jamás erradicada del corazón, a veces se acercaba al puerto para ver los barcos zarpar rumbo a su país. Las gaviotas sobrevolaban los alrededores agitando sus alas alegremente. Con ese vertiginoso aleteo podían alejarse de la opresión y del miedo y trazar halagüeños cauces de ilusión y de futuro. Esos fuertes apéndices, tan livianos y flexibles, que les permitían elevar el vuelo y perderse en la azulada inmensidad del cielo fueron para Rachida flagrante símbolo de libertad.

            –¡Quién pudiera tener alas de gaviota para dar vuelos al corazón! –suspiraba con aires de nostalgia, enredada en ese anhelo vital que, como un manantial de vida, brotaba de su pecho.

            Acaecido un intervalo de tiempo, que a Rachida le pareció una eternidad, cuando consiguió ahorrar algún dinero, regresó a su tierra para visitar a sus padres y llevarse consigo a sus pequeñas porque si permanecían en su país podían correr su misma suerte. La triste desventura de ser unos seres sometidos al varón por una cultura, una religión y una sociedad que no valora a las mujeres sino para esclavizarlas a otros seres que se consideran superiores y que jamás estarían dispuestos a dejarles crecer las alas para sobrevolar el horizonte y anidar allá donde las garras de la prepotencia no pudieran lastimarlas.

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