ALAS DE GAVIOTA
II PREMIO EN EL VIII CERTAMEN LITERARIO
“LETRAS DE BAÑOS”
BAÑOS DE MONTEMAYOR (CÁCERES)
AGOSTO DE 2007
ENCARNA GÓMEZ VALENZUELA
El cielo febril de un otoño dorado y pálido lucía un azul tan nítido y
diáfano que electrizaba la mirada con apacible deslumbramiento. La playa, que a
estas horas se encontraba deshabitada y mustia, parecía estar sumergida en la
ilusión de un sueño. Las olas acercaban su frescura a aquellas tierras baldías
que se extendían al otro lado del mar. El aire de la bahía envolvía el perfil
de tan entrañable ámbito en un vaporoso manto de ausencias. Lentamente, la
tarde, como una rosa marchita, comenzó a declinar. El ocaso teñía la superficie
del agua con la macilenta luminosidad crepuscular de un sol cobrizo que se
alejaba por occidente pintando tonalidades violáceas en el lejano horizonte.
Era como si deseara reflejar en su ampulosa inmensidad todo el dolor y el miedo
que aquellos seres indefensos, que se ocultaban entre los bravos rompientes del
acantilado, albergaban en sus vísceras.
Cuando
la noche, con sus brumosas alas de sombra, se precipitó sobre la tierra, una
barcaza obsoleta, surgida de la oscuridad, se recortó furtivamente en la
negrura del agua. Un certero silbido y unos brazos agitándose en la nave
movilizaron al personal. Los esquivos acantilados comenzaron a vomitar huidizas
siluetas como sombras fantasmagóricas llamadas por la voz de su azaroso
destino. Sigilosas, se introducían en las frías aguas del mar hasta alcanzar el
vetusto navío.
Huyendo
de la miseria y de la ausencia de libertades, aquellas pobres gentes embarcaban
clandestinamente con rumbo a otras tierras lejanas adonde poder encontrar el
sustento. Abandonaban su país de origen que se desangraba en injustas
contiendas étnicas y en cruentas represalias integristas. Dejaban su patria
donde carecían hasta de lo más imperioso para poder subsistir, donde se
atropellaban a diario los derechos humanos y donde era preceptivo silenciar las
inquietudes del alma so pena de ser recluidos en inmundas cárceles.
Rachida,
una joven árabe que huía de su desgracia y que anhelaba comenzar una nueva
vida, formaba parte de aquella comitiva de fantasmas de niebla. Envuelta en su
oscura y humedecida túnica, temblaba de miedo y de frío. Ocupaba un reducido
rincón en aquella desvencijada patera que oscilaba en el agua impelida por las
olas como un frágil barquichuelo de papel. Sentada en posición fetal, se
ovillaba sobre sí misma en un intento de eludir el estremecimiento que la
poseía. Rodeada por desconocidos que hablaban dialectos e idiomas extraños,
lloraba en su interior tristes lágrimas de melancolía. Entre tácitos y
lacerantes suspiros, evocaba el dulce recuerdo de sus hijitas que habían
quedado al cuidado de los abuelos y que, posiblemente, añoraban a una madre que
navegaba clandestinamente en las adustas aguas de un mar cruel que había
engullido muchas vidas humanas.
La
siniestra tenebrosidad de la noche y la precariedad de la embarcación la
sumergían en un laberinto de desazones y angustias. Sin embargo, el estrellado
manto celeste le ayudaba a gestar en sus entrañas la esperanza de un sueño que
ella había concebido cuando decidió escapar de su hogar para forjarse un futuro
mejor en la otra orilla del mar porque en su tierra había sido vilmente
maltratada por el hombre a quien ella se había entregado en cuerpo y alma.
Aquel viaje, súbitamente decidido, podía constituir su pasaporte a la libertad.
Anhelaba un lugar donde poder vivir con ausencia de violencia y presencia de
libertades.
La
nave se balanceaba en el agua al cadencioso ritmo del oleaje que, por el
momento, era bastante equilibrado. Mecida por el vaivén de las olas, rememoró
aquel tiempo feliz que ahora se le clavaba en el alma. Recordó el día en que su
destino se unió al de Yasir, un joven moreno y atractivo, de grandes ojos
negros, cuyo cuerpo fornido había deseado con gran avidez. En aquel entonces él
era un hombre amable y complaciente que parecía detestar la violencia, pero
después, quizá frustrado en sus más imperiosos anhelos, se enredó en ella.
Evocó
el lecho conyugal donde se entregó por primera vez a Yasir. Aquel tálamo blanco
como la nieve, perfumado al estilo oriental, olía a espliego y a romero. Era
aquella una fragancia tan sutil y placentera que parecía transportarlos al
paraíso donde ambos se unieron tan íntimamente como las cristalinas aguas de
dos riachuelos que confluyen en un ingente caudal y que, traspasando las
barreras del espacio y del tiempo, se precipitan sobre las áridas tierras de un
desierto para hacerlas fructíferas. Ella deseó entonces ardientemente ser
tierra fecunda para llenar de hijos las manos de aquel amante esposo que tanto
parecía desearlos. Quizá ese acuciante anhelo por los hijos fue la chispa
candente que prendió la mecha y que lo llevó a desembocar en aquella fogata de
antagonismo y violencia. Él deseaba un varón a toda costa. Sin embargo,
Rachida, en su primer parto, alumbró una niña. Una preciosa niña de ojos grandes
y vívidos como una refulgente estrella a la que llamaron Aida. Mas el padre la
desdeñó desde el principio. No se dignaba siquiera mirarla. Nunca la tomó en
brazos. Su nacimiento y su crianza lo sumieron en la indiferencia y en el
apremiante afán de engendrar un varón.
Un
brusco movimiento la volvió a la realidad. La nave oscilaba de un lado a otro
como perdida en la noche. Un viento hostil había comenzado a erizar la
superficie del agua y las olas se levantaban intrépidas. Pero Rachida no
deseaba dar alas a la desesperanza. Seguramente el viento cesaría en breve y la
tempestad se calmaría. Cerró los ojos y continuó entrelazando recuerdos como
quien compone una corona de flores y de espinas.
Memoró
con ineludible angustia el hecho de que, a partir del nacimiento de la pequeña,
Yasir fue tornándose intransigente y huraño. El anhelo por el hijo, por el
momento frustrado, comenzó a exasperar su carácter. Su mirada y sus gestos,
dulces en otro tiempo, se agriaron. Subvaloraba el trabajo doméstico que ella
realizaba y se mostraba indiferente y lejano. Las relaciones amorosas entre la
pareja adolecieron del entusiasmo y de la luminosidad que alumbraron sus
primeros encuentros. Yasir parecía acudir al lecho conyugal solamente movido
por ese ávido sentimiento de engendrar un varón y de dar satisfacción a sus
instintos sexuales. Ya no le preocupaba frecuentar a su mujer para que sus
aguas se unieran en aquel desbordante caudal de vida y felicidad que, a su
paso, fecundaba la tierra estéril y derramaba amor y esperanza por doquier.
A
pesar de que tales encuentros ya no emocionaban a Rachida, sus entrañas
concibieron un nuevo ser. Cuando lo descubrió sintió un miedo atroz de que su
cuerpo no respondiera a aquella obsesión de su esposo de que fuera varón.
Rezaba a Alá formulando emotivas y entrañables plegarias, pero el cielo no
quiso escucharla y le concedió otra niña a la que llamaron Malika. Tenía la
boquita de miel y los ojos de caramelo y era tan hermosa como el lucero del
alba.
La
misma tarde en que la pequeña nació, Yasir, con los ojos encendidos de furia y
las vísceras derramando odio y rencor, abandonó la casa. Durante varios días
permaneció ausente, desentendido totalmente de su familia, como si aquellos
seres le fueran ajenos.
Una
noche apareció inesperadamente. Su corpulenta figura se recortó en el umbral de
la puerta dibujando antagonismos. Cuando Rachida vislumbró su expresión esquiva
y sus ojos felinos, comprendió que el odio que había gestado en sus entrañas
contra ella y contra las niñas, aún permanecía dentro de él dominándolo y
contaminando con su siniestro oleaje. De inmediato comenzó a sentir un miedo
vital que paralizaba sus miembros pero intentó aparentar placidez y alegría por
su retorno y se mostró amigable y bondadosa con él.
En
el infausto momento en que Yasir pidió la cena y Rachida le rogó humildemente
que esperara un poco porque debía prepararla, él montó en cólera y descargó
toda su furia contra ella. La insultó y la humilló vilmente y luego sus manos
se elevaron en el aire impulsadas por la violencia y el rencor para golpearla
cruelmente. Rachida supo entonces lo que era el dolor y el miedo, lo que era
sentirse agredida y ultrajada por el ser al que le había entregado su vida.
Lloraba en silencio. Derramaba copiosas lágrimas de amargura, pero ante él
fingía serenidad procurando a toda costa no provocar sus iras.
Un
impetuoso golpe de mar, tan brusco como los que Yasir le propinaba, le hizo
tomar conciencia del lugar en el que se hallaba. Los cuerpos ateridos de sus
compañeros de viaje oscilaban dentro de la embarcación topándose unos con otros
y sus pupilas fulguraban en la oscuridad hendidas de inquietud y de pánico.
Transcurridos unos minutos de zozobra, el furor del mar pareció calmarse y
entonces, el recuerdo, más pertinaz que ella misma, tomó de nuevo posesión de
su mente. Recordó con angustia vital que a partir de aquel día Yasir comenzó a
ser para ella una sombra beligerante que la torturaba sin piedad y un fantasma
de hostilidad que, a menudo, descargaba su rabia sobre su cuerpo maltrecho por
los golpes y los desdenes.
Las
relaciones de pareja se convirtieron para la joven en un suplicio. Sus
encuentros sexuales constituyeron auténticas violaciones a las que se sometía
con gran sumisión temiendo ser agredida nuevamente si ponía alguna objeción.
Sin embargo, a través de ellos, por el ímpetu con que se derramaba en ella,
supo que el anhelo por el hijo aún no se había extinguido. Aquel caudal de
benignidad de antaño que se unía al suyo para calmar ansiedades compartidas
devino en un torrente furibundo y descontrolado que arrasaba el vergel de su
cuerpo con violentas riadas. Aquellos sinuosos encuentros carnales propiciaron
un nueva concepción. Cuando Yasir conoció la gravidez de su esposa, volvió a
abrigar la esperanza de ser padre de un varón. Por esta causa dejó de agredirla
y, aunque jamás afloró a su rostro la dulzura de los primeros años ni retomó
aquella amabilidad que lo había caracterizado al principio, comenzó a ser más
condescendiente con ella. Fue entonces como si mimara a ese hijo que esperaba
con tanta ansiedad y que, supuestamente, se cobijaba en las entrañas femeninas.
Repentinamente
una ráfaga de antagonismo cruzó el aire. Un viento desapacible y adverso
comenzó a soplar con violencia. La precaria embarcación oscilaba de un lado a
otro impelida por la veleidad del oleaje. Crujía y parecía que iba a
desintegrarse de un momento a otro. Estaba navegando a la deriva. La aciaga
corriente del Estrecho se cebaba con el bote con gran saña anulando cualquier
tipo de control y amenazando con hacerlo zozobrar. Los pechos de aquellos
improvisados navegantes ahogaban innumerables gritos de terror y de angustia
porque el inexperto capitán del navío les había ordenado silenciarlos para que
no cundiera el pánico.
Rachida
temblaba como una pequeña avecilla a punto de morir de frío y de abandono.
Entretejía fervientes plegarias que amamantaba con el ardor de su corazón
rogando a Alá que fuera misericordioso y les permitiera llegar a su destino
sanos y salvos. Algunos de aquellos desgraciados achicaban agua fingiendo
serenidad y sosiego. Quizá así pudieran evitar el naufragio en la inmensa
crueldad de un mar tenebroso que amenazaba con sepultarlos en sus siniestras
profundidades de persistir la tormenta. Acaecido un agónico intervalo de tiempo
que pareció interminable, el viento comenzó a calmarse y las olas amainaron su
impetuosidad.
Rachida
continuaba rezando. La patética escena de aquel bote y las plegarias formuladas
con tanto anhelo transmutaron aquella siniestra secuencia en otra similar en la
que también se cernía un naufragio sobre unos seres inocentes: las iras de
Yasir sobre ella y sobre sus hijas.
Su
tercer embarazo lo vivió con un miedo atroz a pesar de verse libre de
agresiones. Ese miedo tenía su origen en el temor de no ser capaz de alumbrar
un hijo. Sin embargo, en esta ocasión Alá fue complaciente con ella y le
concedió un varón. Un niño rollizo de piel morena y aterciopelada y de ojos
negros y profundos como los de su padre. Yasir no cabía en sí de gozo cuando
nació el pequeño Omar. Ante la atónita mirada de las niñas a las que jamás
había deparado el más leve gesto de ternura, lo tomaba en brazos y lo mimaba
colmándolo de caricias. En esos momentos todas las estrellas brillaban en su
cielo y parecía olvidar las frustraciones y los fracasos.
En
este período de relativa calma Rachida pensó que su familia podía encauzar de
nuevo su trayectoria e iluminar algún día jardines de paz y de felicidad. Mas
aquella etapa de sosiego sería tan fugaz como el deslumbramiento de un rayo.
Unas fiebres malignas postraron al pequeño en el lecho. Su frágil cuerpecito
comenzó a languidecer como un indefenso pajarillo abandonado a las inclemencias
atmosféricas. Una funesta noche de otoño cerró sus pequeños ojos cansados de
llanto inútil. Yasir aulló de dolor y de rabia como una fiera malherida.
Rachida lloró silenciosamente. Sus lágrimas discurrían lentamente por el valle
de su piel y fueron a engrosar los salobres mares de la agonía.
Después
del sepelio, cuando la pareja regresó al hogar, Yasir se recluyó en un rincón
y, colocando la cabeza sobre las rodillas, ocultó su rostro entre dolientes
sollozos. Rachida se acercó a él tímidamente para consolarlo y para poder
aliviar en el calor de la unión aquel dolor tan profundo. Mas en lugar de
encontrar la mano amiga de la resignación y el consuelo, halló la arisca zarpa
de una fiera. Atisbó en sus ojos turbios y enrojecidos una hoguera de odio y
rencor en la que ambos se consumían. Entonces él la empujó violentamente
mientras gritaba:
–¡Aléjate
de mí! ¡Tú eres la culpable de todo! Deberías estar muerta.
Una
cortina de hostilidad se dibujó en la expresión de su rostro y, como poseído
por una fuerza macabra, levantó sus grandes manos en la antagónica penumbra del
aposento y la agredió con mayor encono que nunca descargando sobre ella el peso
demencial de todas sus furias. Luego, como un violento huracán, vomitando ira,
se ausentó de la casa.
Rachida
quedó hundida en un abismo de angustia. La vida comenzó a nublarse para ella.
Algo se le rompió por dentro que ya sería muy difícil reconstruir. El pánico
que experimentó aquella noche desdibujó su amor por aquel hombre. Al día
siguiente tomó a las niñas consigo y las dejó al cuidado de sus padres y, como
una sombra espectral, emprendió un viaje furtivo hacia tierras lejanas, donde
no pudiera ser jamás maltratada por aquel hombre cruel de cuyo corazón habían
tomado posesión el odio y la violencia para con ellos tiranizar a los seres
indefensos.
De
súbito, sobresaltada por un estremecimiento interno, abrió los ojos. El viento
frío que precede al alba consiguió hacerla tiritar. La tempestad se había
calmado. El mar había dejado de agitarse. El oleaje había dulcificado su furia
anterior. La contumaz oscuridad de la noche le impedía atisbar los rostros
ateridos de sus compañeros de viaje. A su lado alguien respiraba convulsamente.
Parecía faltarle el aire. Tan imprevista anomalía generó un llanto quejumbroso
y entrecortado que desembocó en dolorosos gemidos de espanto que taladraban el
alma. Luego aquel desdichado perdió el conocimiento y se derrumbó sobre
Rachida. Alguien gritó entonces demandando ayuda.
–¡Un
médico! ¿Va alguien aquí que pueda socorrerlo?
No
respondió nadie, pero un hombre joven pidió paso entre aquella muchedumbre
hacinada. Comenzó a desplazarse a rastras entre aquel bosque de cuerpos
plegados. Se acercó al enfermo, le tomó el pulso y, rápidamente, le hizo el
boca a boca. Transcurridos unos azarosos instantes de general sobrecogimiento y
zozobra, aquel joven murmuró:
–¡No
hay nada que hacer! ¡Ha muerto!
Entonces,
una voz autoritaria y desdeñosa exclamó:
–¡Hay
que tirarlo al mar! ¡No podemos llevar fiambres!
Muchos
suspiros quedaron anclados en la garganta y muchos gritos de estupor, ahogados
en el pecho. Rachida volvió a estremecerse. Fue un estremecimiento cruel que
dejó su alma al desnudo. Sus ojos se llenaron de lágrimas ácidas y salobres
que, a su paso, laceraban sus mejillas. Lloraba por aquel desgraciado, por
aquel pobre hombre que salió de su país en busca de un futuro mejor y sólo
halló muerte y desolación en su camino. Entonces rezó por todos los seres
desvalidos de este mundo. Después, sólo pudo escuchar el impacto del cadáver en
el agua. Luego levantó la vista y, con cierta inquietud, vislumbró a lo lejos
el mortecino alumbrado de aquella tierra tan anhelada hacia la que se dirigían.
El desasosiego le impidió continuar entrelazando recuerdos.
Sucedido
un corto intervalo de tiempo en el que la incertidumbre, como una aviesa
espiral, se arremolinaba en las vísceras, la misma voz autoritaria y esquiva
que había sonado antes ordenó:
–¡Hay
que echarse al agua! Estamos muy cerca de la playa. La barca tiene que volver.
Tened cuidado con los vigilantes. Al llegar a tierra tenéis que dispersaros.
¡Suerte para todos!
Temblando
de miedo y de emoción, como quien corre al encuentro de su destino, aquellos
sonámbulos iniciaron el desembarco y la huida hacia una tierra que, aunque no
los recibía con los brazos abiertos, parecía prometerles futuro y libertad.
*******
A
pesar de no sentirse subyugada por el varón, la vida en el país de destino
resultó muy dura para Rachida. Se encontraba sola y alejada de los suyos. Hubo
de aprender otra lengua ignota y extraña para ella. Debió acostumbrarse a
hilvanar cuidadosamente todas las palabras que le salían del corazón y que, a
veces, la boca no lograba entretejer, pero que brillaban en la expresión de su
rostro con luces de ilusión y de arco iris y le ayudaban a hacerse entender.
Tuvo que adaptarse a una sociedad ajena a la suya y acomodarse a una cultura
distinta que, a veces, resultaba incomprensible. Todo lo fue superando con la
misma alegría, ya lejana, con que un día se unió a Yasir. A pesar de todo, no
había lamentado jamás aquel enlace porque le había abierto los ojos a la vida y
al conocimiento de esas personas prepotentes y agresivas que es preciso eludir
porque laceran las entrañas y dejan en el alma heridas incurables que nunca
acaban de cicatrizar.
La
nostalgia por su tierra y su familia, como una sombra tenaz, la acompañó
siempre. El recuerdo de sus hijas lo ocultaba muy dentro de sí misma. Formaba
parte de su vida y no deseaba que naufragara en el olvido, en la túrbida
distancia del desamor y de todas las cosas que se diluyen en la oscura noche de
los tiempos. La memoria de esas niñas despreciadas por su padre la llevaba
clavada en el alma. Tenía que recuperarlas cuanto antes y desagraviarlas por
tanta animosidad y desafecto acumulados en sus tiernos ojos infantiles. Para su
hijito, sepultado en tierra a tan temprana edad, guardaba muchas lágrimas, vertidas
siempre con gran emoción y ternura.
Engastada
en esa dulce añoranza de su tierra y de su gente siempre postergada, pero jamás
erradicada del corazón, a veces se acercaba al puerto para ver los barcos
zarpar rumbo a su país. Las gaviotas sobrevolaban los alrededores agitando sus
alas alegremente. Con ese vertiginoso aleteo podían alejarse de la opresión y
del miedo y trazar halagüeños cauces de ilusión y de futuro. Esos fuertes
apéndices, tan livianos y flexibles, que les permitían elevar el vuelo y perderse
en la azulada inmensidad del cielo fueron para Rachida flagrante símbolo de
libertad.
–¡Quién
pudiera tener alas de gaviota para dar vuelos al corazón! –suspiraba con aires
de nostalgia, enredada en ese anhelo vital que, como un manantial de vida, brotaba
de su pecho.
Acaecido
un intervalo de tiempo, que a Rachida le pareció una eternidad, cuando
consiguió ahorrar algún dinero, regresó a su tierra para visitar a sus padres y
llevarse consigo a sus pequeñas porque si permanecían en su país podían correr
su misma suerte. La triste desventura de ser unos seres sometidos al varón por
una cultura, una religión y una sociedad que no valora a las mujeres sino para
esclavizarlas a otros seres que se consideran superiores y que jamás estarían
dispuestos a dejarles crecer las alas para sobrevolar el horizonte y anidar
allá donde las garras de la prepotencia no pudieran lastimarlas.
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