Amanece en los valles de mi alma
y en las laderas de nuestro pecho.
Las montañas de esta tierra ya reciben,
en su faz, los dulces rayos del sol,
las caricias matutinas de su luz,
y en su espalda, la frescura de la brisa.
El sol, con sus primigenios rayos,
es un fuego incandescente que calienta el corazón,
y nos da los buenos días, reinventando nuestro amor.
Que nos invita a vivir, a seguir por el camino
y a luchar por nuestros sueños.
Y se afana en su ávido deseo de iluminar los
recovecos sombríos, los anhelantes jardines,
para llevar su candor y su hermosura
a los labios temblorosos del deseo,
a las almas doloridas por un amor imposible,
a los poetas febriles que caminan
por un laberinto umbrío.
Todo renace de nuevo en el luminoso día
que nos regala este mundo.
La tierra se reviste de amores y de magia.
Los pajarillos reciben al astro,
trazando revoloteos y entonando dulces trinos.
Dejemos las amarguras, las tristezas, los fracasos
y los amores perdidos y volemos jubilosos
por esos cielos de calma, azulados
y diáfanos, como las olas del verso.
Corramos en busca de la alegría y de la paz,
imitando el ritmo ágil y emocionante
que describen las palomas mensajeras,
en sus memorables vuelos.
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