Era la tarde una
rosa
vestida de primavera,
era el aire una
gardenia que crecía
en el jardín de los
sueños.
Eran tus labios dos
fresas que lastimaban mi pecho
con su dulzor y su aliento,
con su sonrisa y su magia.
Eran tus manos palomas
que volaban presurosas
por esos cielos de
calma, azulados como el verso,
para traerme tu amor a las
playas de mi cuerpo.
Y tu alma
era un lucero que
iluminaba mi vida,
con una luz refulgente, desde
la aurora, al ocaso.
Era tu talle palmera
cimbreando a contraluz
en las pestañas del
tiempo de nuestros deseos.
Y tus ojos,
dos espejos, cristales
fosforescentes
que me acercaban la
imagen
del jardín de las
delicias.
Tus mejillas, luminosos
arreboles
en una tarde de estío.
Tu corazón,
un jacinto
que se mecía en el
viento
al compás de algún
poema.
Y tu cabello un trigal,
rebosante de amapolas,
y de doradas espigas,
con su oro y con su plata,
que discrepaba, en
silencio,
con el brillo de tu
barba,
y danzaba presuroso
como un poema de amor
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